Información Deosamo: Mala Jornada

Tema en 'Relatos Eróticos' iniciado por Mallez R. Christo, 17 Jul 2017.

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  1. Mallez R. Christo

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    La Oficial Harper salió completamente furiosa del Departamento de Policía de la Ciudad de Boston. Había tenido un día terrible.

    Un día pésimo, se corrigió mentalmente

    Lo único que deseaba ahora mismo eran tres cosas: usar el whisky de la pequeña petaca que estaba en la guantera de su auto como enjuague bucal, llegar a su apartamento y darse una larga ducha, esperando quitar la humillación que hedía de ella, entre otras cosas, y dormir por un largo tiempo. Toda una vida, mejor, pensó con cansancio mientras se dirigía al estacionamiento de al lado de la Estación.

    El recuerdo de lo que había sufrido en los vestidores todavía la dominaba. Sus rodillas aún le dolían, a pesar de que su pantalón negro, reglamentario para todo efectivo de la fuerza, sirvió como un colchón de tela para las mismas.

    La agente siguió caminando a pasos agigantados hasta el estacionamiento, ni siquiera se detuvo a saludar al Cabo Hyde, un viejo canoso y taciturno que actuaba como vigilante del estacionamiento, aunque generalmente iba acompañado de un delgado periódico deportivo. Él solía actuar indiferente ante los saludos de los agentes de la ley, simplemente con una cabeceada, sin levantar la vista del periódico, incluso ante los Capitanes de Distrito; y eso ella la enfurecía. Harper lo saludaba sólo por hábito, antes de mostrar su identificación para salir o entrar y él viejo se limitaba a pulsar el botón para levantar la barrera que impedía el paso a los vehículos; todo esto, claro está, sin levantar la vista de lo que parecía ser el artículo deportivo más interesante del mundo. Cada vez que esté le devolvía el saludo de esa manera tan tosca, se preguntaba con frecuencia como un pelele como ese todavía seguía conservando su empleo, incluso cuando escuchaba rumores de autos que habían sido robados delante de las narices de ese incompetente vigilante. Rebecca deducía que era porque Leonard Hyde es un amigo íntimo del Comisionado Evans desde hace décadas, lo cual explicaba muchas cosas. Pero si fuera por ella, lo hubiera puesto de patitas en la calle desde hace un tiempo. Aunque nada de eso le importaba ahora.

    El Cabo Hyde ni siquiera se detuvo a verla, tenía sus ojos fijos en un artículo que redactaba hábilmente los resultados del juego de la noche anterior (Patriotas de Nueva Inglaterra contra los Acereros de Pittsburgh), pero si lo hubiera hecho se habría llevado una maravillosa sorpresa gracias a la distraída morena.

    Después de haber pasado al lado de la cabina de peaje del viejo oficial, la Oficial Harper siguió su camino con prisa. Ella giró hacia su derecha, donde se extendía el amplio estacionamiento, un piso de asfalto rodeado de paredes de concreto, con seis columnas metálicas para soportar el peso del techo de chapa y pocas ventanas. Era de noche y algunos de los focos de los faroles del techo estaban quemados, por lo que la iluminación era escasa. Ella paró en seco y hecho un vistazo a su alrededor, observando los vehículos que aún quedaban a esa hora hasta que dio con su auto, un Honda Civic bordo.

    Extraño. Por un momento, olvidó donde lo había aparcado esa mañana, en el puesto 69 del estacionamiento. Con lo espantoso que había sido su día hubiera sido otro golpe a su orgullo descubrir que habían robado su coche por cierto vigilante incompetente. Sus pies se movieron irreflexivamente hacia el Honda, aumentando con cada paso su necesidad de quitarse ese desagradable sabor de boca, y, cuando estaba a sólo 5 metros, corrió directamente hacia la puerta del acompañante, desesperada por sentir el cálido sabor a whisky en sus papilas gustativas. Desesperada por suprimir el agrio sabor a verga que Grifth dejó en de la boca.

    Se detuvo frente al vehículo. Metió su mano en uno de los bolsillos de su pantalón para busca sus llaves y sacó cinco dólares, una galleta de chocolate a medio comer y varios papeles de color amarillo hechos bolitas, “multas canceladas” como decía ella cuando algún automovilista le pagaba para evitar ser multado; pero no encontró las llaves.

    No. No. No… ¡no, por favor!

    Metió su otra mano en su bolsillo derecho, dejando caer en el piso lo que había sacado con anterioridad, y solamente encontró su billetera. Busco con nuevas esperanzas en sus bolsillos traseros, pero no tuvo suerte.

    ¡No están! Su angustia por los acontecimientos de la noche aumentó exponencialmente. Pero yo las tomé de mi casillero, sé que las puse en el bolsillo izquierdo de mi pantalón. Yo sé que…

    Están en tu uniforme. Le dijo su mente. Su subconsciente. Su parte razonable cuando se sentía perdida. Era la voz que aparecía en su cabeza de la nada. La voz que siempre le traía seguridad, tranquilidad y, a veces, hasta felicidad cuando la escuchaba, sin importar lo que diga. Las tomaste de tu casillero. Ella sabía que había sido así, no se equivocó con respecto a eso. Sólo debes buscar más a fondo. Eso le bastó para rebuscar en el resto de sus bolsillos.

    Repitió el proceso de búsqueda probando suerte en los bolsillos de su camisola negra. Nada. Después volvió a probar en los demás bolsillos ya explorados de su pantalón, sacando la tela de los mismos para confirmar sus dudas y tirando distraídamente el contenido de estos en el suelo. Nada. Se detuvo a ver a su alrededor, fijó la vista por el suelo, volteó la cabeza en dirección al lugar por donde vino, buscó debajo del auto y sobre esté. Y nada.

    -No las encuentro-murmuró, la desilusión se mesclaba con su resentida voz. Nunca había sido muy paciente que digamos. Y no le gustaba equivocarse.

    Debes buscar más a fondo, clamo la voz de su conciencia en su mente, trayéndole calma. No has buscado en toda tu ropa.

    ¿En toda mi ropa? Se cuestionó así misma, por lo extraño de la idea, ya que la misma le parecía ridícula. En toda tu ropa. Pero sólo por un momento, antes de darse cuenta de que era la mejor que había tenido en el día.

    Rebuscó desesperadamente en los lugares más ridículos. Se bajo los pantalones hasta las rodillas para buscar entre sus bragas, una tanga que cubría la mitad de sus nalgas trasera, pero dejaba la parte inferior expuesta. Nada. Se le ocurrió buscar en su sujetador, a veces guardaba cosas ahí, como éxtasis de las redadas en los de drogas que incautaba el Departamento; para ello aflojó su corbata negra, usada a juego junto con el resto del uniforme reglamentario, y se desabotono la camisola hasta dejar sus pechos al aire de la noche, solamente para caer en la cuenta de que hoy no se usaba sostén, le había resultado incómodo. Incluso se quitó los zapatos y calcetines, viéndose obligada a tocar el frio concreto del estacionamiento, para encontrar las jodidas llaves. Nada.

    Entonces, Rebecca detuvo su búsqueda súbitamente.

    Era como si algo en su interior, tal vez su sentido común resurgiendo en su psique, le dijera espontáneamente que estaba haciendo algo totalmente estúpido. Era como si hubiera estado soñando y la despertaran con un balde de agua fría. Pero no fue hasta que fijo su vista en su auto, más específicamente en la ventanilla del asiento del conductor, que se sintió completamente patética. No por haber tenido un pésimo día, no por perdido las llaves -o tan siquiera, por haber sido abusada en los vestidores de la estación por el cerdo de Grifth-, sino por lo que tenía delante de ella. La imagen le resulto chocante.

    El vidrio negro polarizado mostraba a una joven mujer afroamericana, en sus 26 años, con el pelo enmarañado, los pantalones abajo, mostrando su tanga negra de estilo brasileño, y los senos al aire, pero con el leve consuelo de que sus pezones chocolateados eran tapados por las orillas de su camisola. En otra ocasión, me vería sexy, pensó amargamente. Claro, excepto por el pelo desordenado y el semen fresco sobre mi cara.

    Eso era cierto, Rebecca Harper era sexy. Por supuesto que si, poseía un cuerpo de infarto, gracias al trabajo y al corto ejercicio diario que realizaba cada mañana en su casa antes ir a la Estación. Sus pechos eran de un buen volumen (copa C), su abdomen era plano y fuerte, su trasero era perfectamente redondo y firme, y sus piernas eran largas y sensuales, como le correspondería a una modelo de 1.70 M. Aunque su belleza no terminaba en su cuerpo. Tenía la cara en forma de corazón, con una barbilla regular y poco pronunciada, nariz delgada y pequeña, labios gruesos y sonrosados, pestañas largas y cejas arqueadas, y ojos almendrados. Su cabello era castaño oscuro y ondulado, le llegaba hasta los hombros. Todo esto combinado con su suave piel, color caramelo.

    Ella era hermosa, lo sabía, tomaba ventaja de esto siempre que pretendía conseguir algo.

    Era una lástima que su actitud tan altanera resultaba repelente para cualquiera que la conociera, ya que no tardaba en sacar a relucir su verdadero rostro después de un tiempo.

    La agente Harper alzo la manga izquierda para limpiar los restos de semen de su rostro.

    -¡Mierda! ¿En que estaba pensando? -Señalo con completa perplejidad.

    Se apresuró a abotonar la parte superior de su uniforme y ordenar su corbata. Bajó sus manos para levantar el borde de sus pantalones, metió su camisola dentro de ellos y ajustó su cinturón. Y cuando se inclinó para recoger sus calcetines se encontró con una sorpresa.

    Sus llaves. Estaban oportunamente acomodadas al lado de su calzado, unas botas de cuero negro de talle 39, como si hubieran aparecido por arte de magia.

    O alguien las dejará en el suelo. El pensamiento de la duda de estar siendo observada entró rápidamente en su cabeza.

    -Grifth… -Murmuro. Seguro que quiere otra mamada. -O algo más. ¡Carajo!

    Ella giró la cabeza a ambos lados en la búsqueda del posible gordo imbécil que estaba jugando, nuevamente, con ella. Salió del aparcamiento de donde estaba parada hasta el centro del estacionamiento para encontrar que no había nadie más. Su primer pensamiento fue que se había ocultado y eso soló la hizo enfurecer.

    Rebecca siempre había sido rápida para la ira.

    En sus primeros años en la Fuerza, el Cabo Grifth, el Encargado de la Armería, le había destinado sus coqueteos patéticos cada vez que la veía. Él era un pelirrojo de sangre irlandesa -como siempre le gustaba decirlo- que se consideraba asimismo como un erudito bostoniano en filosofía de la vida, como todo un donjuán con las mujeres y como un matón que podía abatir a tres drogadictos con la devastadora fuerza de su dedo meñique. Claro que en lo que a ella respectaba, junto con el resto de sus compañeros del Departamento, Grifth no era nada de eso. Él no era más que un cobarde, estúpido y desagradable cerdo. Ella se lo hizo saber una tarde de verano, cuando lo descubrió tratando de espiarla en los vestidores mientras se cambiaba para ducharse. Su pecoso rostro irlandés mostró miedo cuando le dio un puntapié en sus testículos, dejándolo de rodillas ante ella, vulnerable a la consiguiente amenaza que le realizó si alguna pensaba hacer lo mismo de nuevo. En ese entonces, sabía que lo había puesto en su lugar en un parpadeó. O, mejor dicho, pensaba que lo había puesto en su lugar.

    -¿Dónde carajos te ocultaste, saco de grasa? -Dijo con ira, procurando no levantar demasiado la voz para llamar la atención del vigilante.

    No obtuvo respuesta.

    El frio del concreto en las plantas de sus pies desnudos le hizo recordar que no llevaba calzado. Fue al aparcamiento donde estaban sus cosas tiradas y se colocó las botas con rapidez, mientras vigilaba sobre su espalda con paranoilla por si Grifth salía de la nada para que ella le hiciera un favorcito.

    Una vez hecha la labor, recogió sus cosas del suelo, junto con la dichosa llave, y se propuso a buscar al estúpido irlandés para recordarles viejos tiempos en los vestidores y porque nunca debería haberlos olvidado. Pero antes de hacerlo, la volvió a oír. Debes irte. No es nadie.

    Su ira disminuyo, pero no sé desvaneció.

    Tal vez tuviera razón. Tal vez ella solamente se imaginó que alguien la acechaba. No obstante, el hecho de que sus llaves reaparecieran tan incomprensiblemente, después de haberlas buscado, literalmente, por toda su ropa, todavía la hacía dudar.

    Si estaban en mi uniforme, entonces… ¿por qué no las encontré antes?

    Es porque te sientes cansada. Abrumada por haber pasado una mala experiencia. Y quedar impotente ante una persona que considerabas inofensiva y patética.

    Es cierto, desde que tenía memoria, Rebecca siempre era la que ganaba cualquier pelea. Ya sea contra los niños de su antiguo vecindario o contra los delincuentes de su trabajo, todos siempre habían recibido su merecido: un moretón en el ojo, una nariz quebrada, una nueva ventana para sus dientes y, a veces, una extremidad rota; brazos o piernas, lo que le resultará más fácil de romper dependiendo de la situación. Y lo mejor de todo, es que la violencia que infringía en las personas la hacía sentir a pleno. La adrenalina que asaltaba su cuerpo mientras repartía golpes era mejor que cualquier orgasmo que tenía con algunos de sus novios de una noche. Ella era, lo que sus compañeros decían a sus espaldas cuando creían que no los oía, una perra sádica. Y le gustaba serlo para que nadie se metiera con ella. Sabía que, si no hubiera sido policía, con autorización para golpear a cualquier imbécil, probablemente sería una criminal de la peor calaña.

    Y quizás era por eso que la encargada de su sección, la Capitana Sanders, le había llamado la atención varias veces en los dos años. Incluso la había suspendido el día en que un conductor ebrio protesto al no querer pagarle un bono navideño de $150, a cambio de cancelar su multa de $300, después de haber acordado claramente con él. Para su suerte, fue suspendida por un día por uso excesivo de la fuerza contra un civil, en vez de ser despedida y encarcelada por “cancelar” multas. Era casi risible, ella perdió $300, todo un día de pago, pero apostaba que el borrachín, indirectamente responsable de su desgracia, había perdido más que eso, si es que había decidido operarse la nariz después de su breve encuentro con el bastón policial de la Oficial Harper.

    Pero eso fue hace aproximadamente un año, ahora ella estaba del lado de la víctima. Nunca había sido una víctima, no desde que era niña al menos, y mucho menos ante un cerdo cobarde como Grifth.

    -Tu sabes que te gusta… -le dijo Grifth mientras la agarraba por los costados de la cabeza con ambas manos y la empujaba para adelante y atrás, induciendo a que la boca de la oficial le diera mayor placer.

    El breve recuerdo de sus palabras la hizo temblar y la trajo de vuelta a la realidad. La ira volvió a aumentar en su interior. Ella se puso en marcha, no hacia su auto, en dirección a la estación, más específicamente la Armería. Tenía que volver y proveerle mucho dolor, Rebecca siempre fue vengativa. Ojo por ojo, eran sus sagradas palabras.

    Deja el asunto de lado. No. Ella no podía hacerlo. No era algo que hiciese. No era así como hacia las cosas la Oficial Rebecca Harper. Si lo es.

    ¿Lo era? Se detuvo tan bruscamente que casi se cae de cara al suelo.

    Debes irte ahora. Se sentía confundida, pero tenía razón: debía irse ahora.

    Ella volvió a donde estaba estacionado su Honda y se subió al mismo. Antes de poner el vehículo en marcha, tomó la petaca de acero inoxidable que estaba en la guantera y bebió un largo trago.

    Debes empezar a perdonar. Su irá disminuyo, solamente para reemplazar ese sentimiento con la incertidumbre. Ella no quería saber nada sobre perdonar.

    Puso el auto en marcha y en dirección a la entrada. El Cabo Hyde levantó la barrera antes de que ella pasará, algo que Rebecca agradeció con un gesto de mano y que el viejo vigilante ignoro por completo. Ni siquiera le había pedido su identificación para irse. Y la agente no se lo iba a discutir.

    Tal vez así se perdieron varios vehículos, pensó sin darle mayor importancia. Más bien para distraerse de la voz de su consciencia.

    Debes empezar a perdonar. Proclamó por segunda vez en su cabeza la voz de la serenidad. La estaba exasperando y empezaba a dudar de si misma de nuevo. Ella decidió ignorarlo, pero no pudo.

    Tomó el camino por la calle Bowker Saint, para salir de la zona del Departamento de Policía del Distrito A-1, en dirección a New Chardon Saint, la calle principal, y una vez allí giro hacia su derecha por Cambridge Saint, una de las carreteras principales de la ciudad. Está era la ruta usual que tomaba para ir del trabajo a su casa y viceversa, un amplio apartamento ubicado entre las calles Boylston y Lagrange Saint, a unas cuadras del Boston Common, uno de los parques más antiguos de América.

    Debes empezar a perdonar. Ella nunca olvidaba ningún insulto, ni perdonaba el mismo, y menos uno tan grande, eso era cierto. Pero ahora reconocía que hubo ocasiones en las que deseaba haberlo hecho.

    Se detuvo en la intersección entre Cambridge y Tremont Saint, la calle que la llevaría a casa. Al parecer un conductor descuidado, e idiota, había sufrido un accidente y detenía el tráfico a unos 70 mts. El embotellamiento que generó no le permitía cambiar de carril y no podía dar la vuelta y tomar otra calle. Eso estaba prohibido, no obstante, el inconveniente radicaba en que había una patrulla de transito un poco más atrás; ella no estaba de humor para lidiar con esos odiosos palurdos. En otra ocasión, hubiera maldecido a las madres de todos los conductores con una rabia innata, pero ahora se sentía vulnerable prácticamente a… todo. Era inusual en Rebecca.

    Debes empezar a perdonar. Y eso fue suficiente para que se desate un conflicto interno dentro de ella. La culpa y el fracaso emergió a borbotones, así como las lágrimas.

    -Pero él abuso de mí -murmuro entre llorosos, apoyando la cabeza en el volante, sonaba como una niña en busca de excusas. Ahora se sentía mal con ella misma, culpable por no perdonar a Sucy, su única amiga en su infancia, por reírse de su corte de pelo; por no perdonar a Geoffrey, su ex-novio de secundaria, por protestar cuando le sugirió hacer su relación un poco más abierta; por no perdonar a su padre cuando solicitó su compasión por teléfono, por lo que le hizo de niña, antes de que se suicidará en prisión hace 5 años; y a tantos otros más que había alejado de su vida, incluido Gifth, por ser demasiado orgullosa.

    No lo hizo, tú te lo buscaste. Recuerda. Ahora su incertidumbre estaba siendo reemplazada por el desconcierto, y por algo más, aunque no era consciente de ello en ese momento.

    ¿Lo hice? Era extraño, hacia una media hora salía furiosa y perturbada de la Estación por pensar que ese gordo había abusado de ella, pero ahora se daba cuenta de que no estaba enojada con él por eso. Ni siquiera estaba enojada con él. De hecho, no sabía porque había estado tan enojada e irritada.

    Fue porque tuviste un mal día. Es cierto, desde que se levantó adolorida de la cama había visto cómo su día marchaba de mal en peor. Gracias a la Capitana Sanders, el ejemplo viviente de la ética y la moralidad.

    Y la obsesión al trabajo y la frustración sexual, pensó sin gracia.

    Necesitabas descargar tus frustraciones. Había dos cosas que Rebecca Harper usaba para socavar sus frustraciones de lleno: golpear a alg uien y coger. Y como ese día las calles estuvieron inusualmente calmas -y sin violencia- tenía que coger para sentirse en armonía. Indudablemente, su calentura había surgido de la nada. Necesitabas a Grifth. Claro que lo necesitaba, la mayoría de los oficiales masculinos del Departamento no se interesaban más en ella, gracias a su reputación de ser una perra sádica que disfrutaba de comentar lo malo que eran sus compañeros en la cama. Y Grifth era el único que se atrevía a coquetear con ella, incluso después de amenazarlo con denunciarlo por acoso sexual, aunque a sus espaldas y con un poco más de sutileza. Te ofreciste a él. Es cierto, lo hizo. Ella se lo había encontrado en el pasillo, cargando agua en un vaso de papel del dispensador, situado a tres metros de la puerta de los vestidores. Le revelaste que necesitabas sexo. La quijada de Grifth casi pareció desprenderse y sus ojos se dilataron cuando ella le dijo por tercera vez que necesitaba coger, las primeras dos veces no se lo había creído. Tú le sugeriste que usaran los vestidores femeninos. Por supuesto que lo hizo. Ella estaba cachonda en ese momento y los vestidores femeninos estaban vacíos a esa hora, Rebecca era la última de su grupo en salir porque necesitaba entregar un informe a Sanders, quien se quedaba investigando un caso hasta tarde, y sabía que no había ninguna otra mujer en el Departamento.

    Esa puta frígida, siempre alardeando de lo bien que hace su puto trabajo, golpeó el volante un par de veces, simétricamente, con los puños cerrados al recordar como la Capitana le dio un sermón toda la tarde por no entregar sus informes con más antelación.

    Tan distraída estaba en sus pensamientos que no se dio cuenta de que, más adelante en la calle, la grúa ya había llegado para recoger el vehículo accidentado que bloqueaba el paso.

    Entonces, Grifth te sugirió hacer algo rápido porque necesitaba volver pronto a su puesto y tú te enojaste por un segundo. Su coño deseaba tener un trozo carne entre sus piernas mientras ella gemía como una puta en celo. Su pelo corto tenía que ser tomado con fuerza para hacerle sentir más placer. Su perfecto culo necesitaba un par de nalgadas. Pero Grifth se lo negó. Era obvio que ella iba a enojarse. Sin embargo, la necesidad primitiva de su cuerpo suprimió sus “aspiraciones carnales”. Por lo que esperaba que una mamada basté para saciarla por un rato. Lo disfrutaste por completo. Era totalmente cierto. Estar de rodillas en una habitación, donde alguien podía verlos si entraban, mientras le chupaba la verga a un hombre que odiaba era algo que le generó tanto placer que mojó sus bragas en un santiamén. Pero se mojó todavía más cuando Grifth la denigraba verbalmente o agarraba su cabeza con fuerza, para que ella no olvide quien mandaba. En tan sólo un corto periodo de tiempo se corrió dos veces. Pero no fue suficiente. Por supuesto que no, Rebecca quería más. A pesar de que la “sangre irlandesa” trató de someterla varias veces, ella quería que él fuera más rudo. Había sido inesperadamente mórbido, nada que ver con el lobo feroz que decía personificar en la cama con las mujeres de sus historias. Quería ser cogida como una perra y tener orgasmos múltiples. Pero aun así esperabas correrte una vez más antes de que Grifth eyaculará en tu boca. Cierto, pero también esperaba tener leche caliente e irlandesa en su boca. Era en lo que pensaba en ese momento: correrse, contener el semen en su boca, mostrárselo a su dueño y tragarlo mientras observaba. Ella deseaba ver la cara del pelirrojo cuando lo hiciera, esperando que esté quede satisfecho por su trabajo.

    Y así convencerlo de que me cogiera como yo quería. Le resultaba asombroso cómo su ira, miedo, incertidumbre y confusión se desvanecieron para abrir paso a la excitación ante esa memoria de deleite lujurioso. Ya ni recordaba porque había estado tan molesta.

    Fue una grata experiencia. Si que lo fue. Hasta que te interrumpieron. Ahora si recordaba porque había estado tan molesta. Porque alguien la había interrumpido a mitad del “trabajo”. Dejándola insatisfecha. Rebecca odiaba cuando eso pasaba, se ponía irritable por días cuando no cogía como era debido. Eso lo sabían sus compañeros, quienes recibían una bala en su orgullo cuando ella señalaba que no habían estado a la altura de sus exigencias.

    Pero… ¿quién fue él que nos interrumpió? Si es que era un él. Podía ser también una mujer la culpable, después de todo eran los vestidores femeninos.

    Ahora que lo pensaba fríamente, no recordaba quien había sido el responsable de impedir que ella se corriese una tercera vez. Estaba al corriente que Grifth apartó su cabeza de su verga al momento de correrse -no se sorprendió al descubrir que era un eyaculador precoz-, lo que provocó que la mitad de la sustancia cayera al suelo, y la otra sobre su cara. Sobre sus ojos. Eso la dejó tenuemente ciega. Y lo siguiente que escucho fue a alguien gritando: <<¿Qué está pasando aquí?>>. Después de eso, no concertaba bien si ella salió de los vestidores por su voluntad, o si le habían ordenado irse a casa y volver temprano para hablar sobre su “aventura”. Ella no dudaba que era un superior, por el tono de autoritarismo que estos promulgaban cuando hablaban con alguien de menor rango, pero en su mente no reconocía de quien se trataba. Sólo sabía que estaba insatisfecha, y en problemas. Por lo que se fue rápidamente de la Estación, dejando a Grifth lidiar con todo el inconveniente.

    Rebecca posó una mano sobre su cara al recordar cómo había estado llenó de esa magnifica materia blanca y viscosa. Ella encontró lágrimas en sus dedos, pero ya no lloraba. De hecho, ella ya no se sentía mal. Sus inseguridades y resentimiento desaparecieron en una breve conversación mental con ella misma. Lástima que no pasaba lo mismo con su calentura.

    La reminiscencia de lo que, verdaderamente había pasado, mandaba choques de fogosidad por todo su cuerpo, especialmente su coño, el cual ya se había vuelto a humedecer a estas alturas. Si ella no tuviera tanto autocontrol, ahora mismo se masturbaría en su vehículo, en medio del tráfico. Es más, lo que sintió esa tarde había vuelto con mucha más fuerza.

    Se quedó sumida en sus pensamientos lascivos mientras el tráfico empezaba a restablecerse. El vehículo ya había sido retirado por los oficiales de tránsito en un santiamén y un policía de esa sección hacia señas a los conductores para que estos crucen lentamente a Tremont Saint. Rebecca volvió al mundo cuando un bocinazo la sacó de sus pensamientos.

    -¡Mierda! -un segundo bocinazo, o tercero (ella no estaba al corriente de cuánto tiempo estuvo en las nubes), la llevó a sacar la cabeza por la ventanilla para acallar al conductor que estaba detrás de ella. -Ey, imbécil -gritó con ira. -El tráfico se mueve, ya lo capté. Así que deja la bocina, o te meteré donde no te llega el sol. ¡Imbécil!

    El hombre era un cincuentón, con una corona de pelo gris en la cabeza y el rostro taimado, con un mostacho rubio que no dejaba enviar en nada a Sam Bigotes. Desde su perspectiva reparó en que vestía una camiseta a cuadros, intercalando entre los colores rojo y negro, exponiendo el vello canoso de su pecho, y tenía un cigarrillo a medio acabar en la mano derecha. Y era un cobarde, ella lo supo por la forma en que abrió su boca en un estado de total perplejidad y miedo. Una sonrisa de gusto apareció en los labios de Rebecca, la misma que se formaba cuando apaleaba a alguien, o acababa de cogía como correspondía; el viejo no se esperaba que alguien le respondiera, mucho menos una mujer, y tampoco mostró signos de devolver el agravio. Ella volvió a meter la cabeza en el auto y manejó en dirección a Tremont Saint.

    -¡Jo-jodete, perra negra. -Dijo con rabia el viejo mientras metía apresuradamente la cabeza hacia la seguridad de su camioneta, un Fiat Strada modelo 2005, color rojo y en mal estado.

    Ella movió el espejo retrovisor para ver mejor el vehículo, sin embargo, esté se alejó por Cambridge Saint hasta que lo perdió de vista. Aun así, pudo distinguir una pegatina de la bandera confederada sobre el empobrecido paragolpes trasero. Mi amigo, el veterano sureño de la guerra civil, encontró donde están sus bolas. Que tierno, la sonrisa en su cara se amplió más ante su ingenio. Y su calentura subió todavía más.

    Se detuvo ante un semáforo en rojo, los peatones se apresuraron en cruzar. Ella aprovechó ese intervalo para bajar la ventana a su lado, hacía calor en el auto, o quizás era su cuerpo, y poner el espejo retrovisor en orden otra vez. Las palabras: “perra negra” reaparecieron en su cabeza.

    -La próxima vez que vea a ese marica voy a… -Se quedó helada. Incrédula ante que lo que veía reflejado en el asiento de atrás. Sentado en el medio, había un hombre. Un hombre blanco que aparentaba estar al final de la treintena, vestido con un traje azul oscuro, camisa blanca y sin corbata, su pelo era negro y corto (peinado hacia atrás) y estaba sin afeitar. Tenía los brazos estirados sobre el respaldo del asiento y cruzaba una pierna sobre otra. Y sonreía. Como si encontrará divertido estar en el auto de la agente de policía más jodida de Boston.

    Volteó su torso con la intención de gritarle y, con suerte, golpearlo en la cabeza con la petaca de acero que agarró instintivamente con su mano izquierda, pero desapareció tan rápido como apareció.

    -¿Qué mierda fue…? -Otro bocinazo la sacó de su fluctuación. El semáforo se había puesto en verde y los demás vehículos en los carriles adyacentes a ella se estaban moviendo. El Honda Civic bordo retomó la marcha. Ahora manejaba más lentamente, a unos 29 por hora, sin romper el límite de velocidad de la ciudad. Estaba pasando frente al parque Boston Common, ya estaba cerca de su apartamento. De vez en cuando fijaba sus ojos en el espejo retrovisor por si había alguien detrás de ella. En el asiento trasero. Sentado en el medio. Sonriendo.

    Un escalofrió atravesó su cuerpo. No le había gustado nada esa expresión. Era una sonrisa presuntuosa, llena de supremacía y malevolencia. Y sus ojos. No lo notó en el momento, pero sus ojos eran infames y arrogantes, como si ocultara un gran secreto dentro de ellos. Algo capaz de hacerle daño en un santiamén. Eso era lo que verdaderamente la había perturbado. Vio por novena vez el espejo y no encontró nada. El asiento estaba vacío, tampoco es como si tuviera un lugar para ocultarse.

    Cálmate, Rebecca. Cálmate. Trató de hacerlo, pero no pudo. Estaba nerviosa. Ella sólo se limitó a manejar, convenciéndose de que no había sido más que una alucinación causada por el agotamiento. Y la insatisfacción sexual. El miedo no había calmado su apetito primitivo.

    Ella giro hacia su izquierda, por Boyston Saint, luego a su derecha y, por último, a su derecha otra vez para aparcar el Honda en el Estacionamiento contiguo de su apartamento.

    Apagó el vehículo, sacó las llaves y giró su cabeza. No había nadie sentado en el asiento trasero. Seguía insegura. Y no tenía ganas de bajarse hasta averiguar bien lo que ocurría. Se quito el cinturón, con la intención de trasladarse a la parte de atrás para revisar con esmero.

    No lo hagas. No estaba convencida del todo. No lo hagas. Ella se detuvo. Su inseguridad fue remplazada por la seguridad. La voz tenía esa influencia sobre ella. No fue nada y lo sabes.

    Si, lo sé, reflexionó. Era extraordinario como su mente le ayudaba a razonar las cosas, como todo lo que señalaba tenía sentido.

    Tienes hambre. Entonces su estómago gruño. Ella no había comido nada desde el desayuno, no recordaba bien que había sido. Se había saltado el almuerzo para ponerse al día con los informes atrasados y cerrarle el hocico a Sanders. Necesitas una ducha. La necesitaba. Sabía que su cuerpo estaba sucio por el trabajo, pero mayormente por la excitación y sudor que emergió de ella cuando Grifth usó su boca. Su coño seguía mojado y caliente. Te mereces una ducha. Claro que se lo merecía. Era una Oficial de Policía después de todo, no existía nadie más que merezca una ducha más que Rebecca. Quieres ponerte bella.

    ¿Lo quiero? Estaba demasiado cansada para ponerse guapa. Sin embargo, imágenes de ella vestida con el sensual vestido negro que usaba en sus citas, sin mangas, escote en forma de corazón y resguardaba humildemente sus muslos, o con el mini short deportivo rojo y el top azul ajustado que usaba cuando iba a correr al parque, con la segunda intención de seducir a un muchacho, dispuesto a complacerla en todo gracias a su figura, afloraron en su cabeza.

    Si lo quieres.

    Si, lo quiero. Ya lo decidió. Se pondría el mini short y el top, mucho más cómodos para andar por el hogar.

    Ella sonrió ante su resolución y abrió la puerta para bajar del auto.

    Él bolso. Volteó su cabeza a donde sabía que estaría el bolso deportivo negro que siempre llevaba al trabajo: en el asiento del acompañante. Ella no recordaba haberlo recogido de los vestidores. Si lo recuerdas. Claro que lo hacía. Pero no estaba al corriente de ello porque salió enojada con la persona que interrumpió su momento de pasión con Grifth.

    -Mañana habrá problemas -dijo bajamente. En realidad, no le importaba. Ella tomó el bolso, bajó del auto y se encaminó a su apartamento.

    Lo había encontrado en oferta, cuando buscaba donde quedarse después de mudarse de la casa de sus padres en Somerville, el infierno en la tierra para Rebecca, mientras estudiaba para ser policía. Era bastante amplio, tenía todo un piso para ella sola, quedaba cerca de la Academia, lo que le ahorraba tiempo de viaje, los vecinos eran indiferentes, la clase de gente que no metía sus narices donde no le llamaban, y el alquiler era barato. Si bien después supo porque el precio era tan bajo.

    El vendedor se lo dijo un año y medio después, cuando venía a informarle que la agencia de bienes raíces donde trabajaba iba a aumentar la renta. Habían matado a cuatro personas ahí, toda una familia, ajustes de cuentas según los rumores que escuchó en la Estación después de que se enterara. Por supuesto, que eso a ella no le importó; sin embargo, si le importo que subieran su alquiler e hizo una reclamación al agente inmobiliario por mentir sobre ello, era una práctica ilegal que una agencia inmobiliaria hiciera eso. Y lo consiguió, después de haberle dicho que era policía y tenía relación con Sarah Bilman, la cual conoció cuando cancelo su multa, sin saber quién era ella. Se habían vuelto amigas cuando la encontró nuevamente en una discoteca del centró mientras patrullaba. En ese entonces era abogada particular, celebre entre la comunidad de Downtown, coincidentemente el distrito donde se asentaba el apartamento, por poner freno a tres inmobiliarias por incumplir con lo que estipulaba la reglamentación vigente. En dicha reglamentación, estaba escrito que todos los detalles de la residencia debían ser conocidos por el inquilino a través del contrató de la empresa.

    Y soló bastó una llamada para que ese afeminado estuviera cerca de mojar sus pantalones, pensó orgullosa de ella y su amiga. A veces, Sarah es mucho más perra que yo. Eso lo había visto de primera mano, cuando arruinaron la vida de ese hombre por querer pasarse de listo con Los Higgins.

    Abrió la puerta de entrada e ingresó al ascensor. Apretó el botón que la llevaba al cuarto piso, el último del edificio, y subió.

    Calor.

    ¿Calor? Hacia dos días que la primavera acabó. El clima no había estado frio, pero tampoco excesivamente caliente. No como en verano, en donde la ola de calor que asoló la ciudad, la estación pasada, había sido abrazadora. Pero reconocía que hacia un poco de calor en el ascensor.

    Tienes calor. Estaba mal antes. Si, hacía calor. Mucho calor. Corrección: mucho calor. Tanto que sudaba cuando las puertas de metal laminado del ascensor se abrieron. Mucho calor. Lo hacía.

    -¿Qué diablos? -Salió al pasillo con mareos, deseosa por llegar a la puerta de su residencia. El calor se volvía tan insoportable que no podía caminar un paso más. Apoyó su brazo en una pared y se sentó de espalda contra la misma -¿Cómo es posible que haga tanto calor? -No tenía lógica.

    La tiene. ¿Lo hacía? Si. Tu ropa es la responsable.

    -¿Mi ropa? -Repitió con voz vencida, como un estudiante de bachillerato cuando un profesor le muestra que su respuesta al examen de matemática era equivoca mientras la suya era la correcta.

    Si. Tu uniforme es tan abrigado que necesitas quitártelo para aliviar el calor.

    Soy una idiota. Es tan obvio. El sudor resbalaba por su frente, mientras ella comenzaba a desabotonar su camisola, por segunda vez en más de una hora. Sus pechos se liberaron de la cárcel de tela, ella notó que sus pezones estaban erguidos. ¿Que mierda? Estoy por sufrir un desmayo por un golpe de calor extremo, ¿pero sigo excitada? No tenía tiempo para esclarecer su extraña e imprevista libidinosidad. Rebecca se quitó del todo la camisola y se sintió ligeramente aliviada, pero no por completo.

    Su pantalón fue su siguiente objetivo. Al principio, no encontraba la hebilla del cinturón y eso la desesperó todavía más, algo que cambio cuando lo hizo. Ella bajó sus pantalones, exponiendo sus piernas al fresco del pasillo. Retiró del todo su uniforme, quedándose vestida con una tanga y calcetines, no vio la necesidad de quitárselos ya que el calor disminuyó bruscamente cuando retiró su última bota. Lo que sentía ahora era absoluto deleite, como si hubiera recibido el mayor orgasmo de todos sin correrse. O matado a alguien. Ambas sensaciones eran de lo mejor que la vida podía ofrecerle.

    Se quedó unos minutos con la vista fija en la pared que tenía delante de ella, sin pensar en nada más que en lo bien que se sentía en esa posición. La expresión de gozo que tenía en su rostro revelaba eso. Estaba en un estado de serenidad complaciente. Sentada. En el medio del pasillo. Semidesnuda. Con los senos al aire. Y sus pezones erectos.

    La realidad la golpeó en la cara con la fuerza de un ladrillo. Se miró así misma, llevó sus manos a la cabeza y gritó.

    -¿¡En que diablos estoy pensando!?

    -¿¡Quien está ahí!? -Oyó gritar desde la vivienda del vecino, el viejo Frankie. Un octogenario con signos de ceguera que vivía solo y se movía en sillas de rueda eléctrico. Lo único que Rebecca sabia de él es que era un ex-militar, seguramente de alto rango, se lo dijo cuando en una ocasión lo encontró apuntándole al repartidor de pizza con una Beretta 92, creyendo que era un ladrón, después de que esté confundiera su dirección con la de ella. Ella lo denunció por eso, pero no sabía si aún tenía el arma.

    -Mierda… - dijo en voz baja.

    Si se la encontraba así, recostada y semidesnuda en el pasillo, con la ropa desparramada sobre el piso y los senos al aire, estaba segura de que iba a llamar a la policía. No lo culparía si pensaba que era la víctima de una violación, porque eso es lo que aparentaba ahora.

    -Eso, o una yonqui drogándose con LSD -murmuro, mientras tomaba su uniforme del suelo y su bolso. Esperaba que él hubiera estado dormido a esa hora, como todo buen anciano, eso lo retrasaría más.

    Caminó con prisa hasta su puerta, pero tan enfocada estaba por entrar que olvido que tenía llave.

    ¡Carajo!, pensó. No recordaba en que bolsillo estaban sus llaves, si en los bolsillos de su camisola o pantalón. En la vivienda frente a la suya, podía oír al viejo gruñendo y moviéndose, ya estaba en marcha. Metió sus manos en los bolsillos de sus pantalones, los inspeccionó por completo y rápidamente, mientras su contenido caía al piso. No están, mierda.

    El viejo había gritado algo en el tiempo que ella buscaba y ahora lo oía más cerca. Dejó los pantalones en el suelo y se puso a revisar los bolsillos de la camisola. Rebecca tenía suerte de que las otras dos residencias contiguas estuvieran vacías, en ese piso soló vivían ella y el viejo. Y tuvo incluso más suerte, porque encontró sus llaves en el bolsillo izquierdo.

    -Si… -La expresión de su rostro era de triunfo. Levanto sus cosas del suelo y se propuso a poner las llaves en la cerradura.

    -Estoy armado. -La expresión de triunfo se transformó en una de pavor, ella sabía que estaba detrás de la puerta, retirando los pestillos de la misma para salir con ansias a hacer uso de la Segunda Enmienda de la Constitución Americana.

    Tal parece que la ciudad de Boston no le incautó la pistola a Frankie, el veterano de guerra octogenario. Puso sus llaves en la cerradura y la abrió. Ella acalló un SI de sus labios, pero cuando estaba por entrar lo escuchó. Una puerta abriéndose con fuerza. Ella trago y volteó la cabeza para atrás.

    El viejo estaba afuera.

    Estaba de pie con un bastón, la silla de ruedas eléctrica debió haber sido temporal, en el marco de la entrada y observaba el pasillo en dirección a la puerta vecina, la que estaba al frente de ella. El pasillo no estaba muy iluminado, él llevaba gafas oscuras y la noche ensombrecía todo aún más. Ellos dos no residían uno frente al otro, sino uno diagonalmente al otro, e iba a aprovechar ese pormenor para escullirse adentro. Hasta que el viejo levanto la Beretta en su dirección, no lo había visto armado. Ella levantó las manos en señal de rendición.

    Por lo general, el precio por apuntar a la Oficial Harper era la muerte para el pobre estúpido que se atreviera a hacerlo, o una paliza terrible si era desafortunado, pero esto era otra historia. Ahora Rebecca tenía una sensación de espanto recorriendo por todo su cuerpo y se encontraba vulnerable en todos los estados posibles. Y con todo eso seguía cachonda. Ella no solamente seguía excitada, sino que esa lujuria aumentaba mientras la tensión se hacía más sólida por segundos. Sus pezones estaban erectos, sus fluidos ya habían mojado totalmente su tanga, dejando que unas gotas se deslizaran por su muslo derecho, y tenía la piel hipersensible, frágil al tacto más mundano. Quedo desconcertada ante esa revelación, por un instante. Tenía un problema más importante del que preocuparse.

    Ella miró directamente a Frankie, se preguntaba que era lo que pasaba por su mente, si iba a dispararle a la negra pervertida y viciosa que tenía en frente. También se preguntaba cuáles serían los titulares de mañana en los medios.

    Ex-veterano de guerra mata a depravada mujer policía en defensa propia. Es un titular que se vende como pan caliente, pensó divertida, aunque no era la ocasión para bromear, no podía evitar su ingenio morboso. Tal vez para empequeñecer el hecho de que iba a morir tan vergonzosamente.

    -¿Quién está ahí? ¿Tengo un arma? -Gritó otra vez, con miedo. Y un anciano asustado con un arma era más peligroso que un delincuente. Rebecca estaba a punto de responder cuando ocurrió algo sorprendente, Frankie movió el arma hacia su derecha, apuntando ahora a la otra puerta de la otra vivienda. Ella recordó entonces otra cosa: tenía signos de ceguera, aunque para no verla a tan corta distancia (unos 7 metros), tal vez ya estaba ciego del todo. Fijo su vista al techo, cerró sus ojos y dio una rápida plegaria a Dios en silencio por haber creado la ceguera. Cuando volvió abrir os ojos, pudo ver que el ex-militar terminaba de revisar con su “vista” la última puerta de la planta. Bajó su pistola, resopló y se metió adentro de su vivienda. No parecía querer revisar el pasillo a fondo.

    -En mis tiempos, las casas eran mucho más seguras. -Expresó enfurruñado para si mismo, mientras cerraba la puerta detrás suyo. Rebecca escuchó que sus últimas palabras eran una serie de insulto a las personas de raza negra, pero sospechaba que no hablaba de ella.

    Necesitas un baño.

    Ella no se hizo esperar, tomó sus cosas en brazos y se metió en su morada. Cerró la puerta a su espalda, no se percató de que no colocó el seguro a la misma.
     
  2. Mallez R. Christo

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    Espero que les haya gustado, en un par de días voy a subir la continuación del mismo.
     
  3. Mallez R. Christo

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    Disculpen la tardanza, el trabajo me tiene exhausto, aquí les dejo el segundo capitulo.


    Capítulo 2:
    Cena con el diablo

    Algo estaba mal con ella, lo sabía en el interior. Rebecca siempre fue promiscua, pero el hecho de que se desvistiera dos veces, en menos de dos horas, en lugares públicos, rebasaba su tasa mensual de promiscuidad. Sin mencionar que había sido atrapada haciéndole una mamada a un compañero de trabajo, uno que odiaba hasta hace poco; ella nunca fue tan fácil. Salvó en ocasiones especiales, pero siempre era cuando pasaba algo realmente excitante; tal como lo que ocurrió con Jerry hace años.

    Ella era su compañera esa tarde, y estaban por terminar su guardia cuando vieron a ese latino tratando de cruzar la calle con torpeza, un idiota que se creía un pandillero por vestir ropa deportiva barata, una gorra y un falso medallón de oro, cuando se dio cuenta de que un coche patrulla se dirigía a él. Se echó a correr en la dirección contraria, extrañando a Rebecca y Jerry, hasta que su radió sonó y recibieron una alerta policiaca. Un hombre joven, posiblemente de nacionalidad latina, había asaltado un Dunkin Donuts en North End y, en su huida, hirió de gravedad a un agente que trató de detenerlo. Eso fue suficiente como para que ambos oficiales bajasen rápidamente del auto y persiguieran al delincuente hasta un callejón. Desesperado por escapar, esté ultimo sacó un revolver y apuntó a la agente Harper, quien se quedó paralizada del miedo; no era tan altiva en esos primeros años en la Fuerza. Entonces, ella escuchó un tiro.

    Lo siguiente que pasó fue… extraordinario. El ladrón estaba retorciéndose en el suelo, tratando de que la sangre que emanaba del agujero de su cuello no escapará. Jerry le había disparado, el humo que salía de su pistola daba buena fe de ello; junto con la cara de perplejidad y culpa que mostraba su rostro. En cambio, la expresión de Rebecca Harper al ver a ese pobre imbécil, mientras la llama de la vida abandonaba sus ojos llenos de sufrimiento, rebosaba de gustó, aunque trataba de disimularlo. Ninguno de los dos hizo nada para salvar al joven delincuente latino, estaban muy sumidos en la culpa o, en su caso, el éxtasis.

    Esa noche, después de un largo interrogatorio en la Estación, ella convenció a Jerry para ir a tomar unas copas a un bar. Él se veía tan culpable y triste cuando advirtió que estaba por irse que sintió lastima; y deseos de coger con su compañero, por lo que hizo esa tarde. Y lo logró, Rebecca lo incitó a ir a un hotel más adelante, Jerry no negó su invitación, a pesar de que estaba comprometido; no pareció importarle mucho ese instante, tal vez por el alcohol, había bebido mucho. El asesinato de la tarde, mezclado con el alcohol, le había provocado tanto que se lanzó a sus brazos en cuanto las puertas del hotel se cerraron. En ese cuarto, ella perdió su virginidad anal, junto con el número de veces que se corrió por las embestidas de su compañero de patrulla. Lo disfruto al máximo, salvó al final, cuando acabaron rendidos en la cama y Jerry se puso a llorar por engañar a su esposa y ser un asesino.

    Que marica, pensó para sus adentros ella mientras enjabonaba su cuerpo.

    En el presente, Rebecca estaba en la tina, duchándose con agua tibia, fría hace unos minutos. El agua estaba haciendo maravillas con su cuerpo, el calor había bajado inevitablemente, junto con su excitación. Su mente se encontraba mucho más clara ahora, razonaba mejor y se preguntaba porque demonios se comportó como una perra encelo toda la tarde.

    Mi último periodo fue hace casi una semana, y es extraño que me pase de esa forma tan abrupta.

    Terminó de fregar su cuerpo, limpiándolo de jabón, colocó un chorro de acondicionador con olor a frambuesas, su fragancia favorita, en sus manos y las llevó a su cabello.

    Era insólito, hace quince minutos, aproximadamente, estaba semidesnuda y cachonda porque su vida estaba por terminar, teóricamente, a manos de un anciano patético, y una hora atrás se habría masturbado en el medio del tráfico sino fuera por su autocontrol, pero ahora que se encontraba en la seguridad de su casa no pasaba lo mismo.

    No dio más vueltas al tema, ni pretendió engañarse a ella misma. Bajó su mano izquierda hacia sus labios inferiores y colocó la otra mano en uno de sus pezones color chocolate. Si quería llegar sacar una respuesta tenía que sacarse la duda. Se puso a trabajar en sus partes íntimas. Pellizco sus pezones, alternando entre el izquierdo y derechos. Su mano izquierda no se quedó atrás, empezó a jugar tirando sus cortos vellos púbicos para luego pasar a un juego más fuerte de masturbación. Su respiración se aceleró, junto con su pulso. Soltó un leve gemido, pero no por complacencia. Estuvo así hasta que el agua de la alcachofa enjuagó su cabello del acondicionador. Fue inútil. Ella ya no estaba cachonda, ni un poco.

    Esto no es normal, pensó extrañada. No era normal en ella. Los días en que los estaba cachonda, insatisfecha y sin un hombre al que acudir, se masturbaba hasta quedar lo bastante saciada como para aguantar otro día. Con algo de suerte conseguía un hombre, caso contrario, seguía con la rutina hasta su próximo encuentro con una verga. Satisfecha

    Cerró la llave de la ducha y empezó a secar su cuerpo con una toalla blanca, mientras lo hacía, fue hasta el armario ubicado a la derecha de la tina y sacó una secadora de pelo. Apretó un botón para saber el rendimiento de su batería, estaba casi agotada. La conectó a un tomacorriente que estaba entre el espejo y el lavamanos. Pasó una toalla para manos por su cabellera castaña y ondulada mientras esperaba a que se llené la batería, a menos hasta la mitad.

    La toalla de manos no secó totalmente su pelo, ese fue el trabajo de la secadora, una vez que termino se vistió con las prendas que estaba sobre una silla; en la esquina del baño pintado de violeta, con cerámicas color lila. Antes de apagar la luz, posó sus ojos sobre el lavamanos, más concretamente en el espejo de pared.

    Sonrió ante lo que halló reflejado. El top azul era viejo y pequeño para su tamaño (lo compró hace más de tres años), pero se ajustaba espectacularmente a su figura. Era una prenda ajustada, dejaba a la vista su espalda baja y abdomen fornido, y la presión del mismo acentuaba sus senos, dándoles una forma más definida. Su minishort deportivo rojo cumplía la misma función, lo veía de reojo desde la perspectiva en donde estaba: presionaba, realzaba y dejaba entrever que tenía el mejor trasero de Boston. Firme y redondo. Se fue del baño y se dirigió a la cocina con un gran orgullo sobre su persona.

    Hasta que pasó frente al espejo del comedor.

    Mejor dicho, del salón principal/cocina; en realidad, el comedor estaba dentro de la sala principal, y no era más que una mesa circular con cuatro sillas de caoba, ubicado a tres metros del espejo que colgaba de la pared de ladrillo rojo. Aunque el apartamento era amplio, solamente el baño y dos habitaciones más estaban separados del resto: uno de ellos era su dormitorio y el otro una mezcla de gimnasio y estudio, ella podía ser un desastre, pero era muy dedicada a su trabajo. Claro que no a su trabajo habitual de policía, sino a uno extraoficial y con una mayor paga, la suficiente para costear los muebles de su casa y mucho más.

    No es lo que quieres.

    Se detuvo de golpe y volvió a verse con más cuidado en el espejo de cuerpo enteró de la época colonial, el viejo Higgins se lo había obsequiado a ella hace un par de años, como una recompensa por un favor a su familia.

    ¿Qué es lo que no quiero? No saber que codiciaba era algo inexplicable para ella. Siempre sabía lo que quería. Y lo obtenía, a veces, de la forma más cruda, para aquel que se metiera en su camino. Ella volvió a ver su reflejó, pero no sabía que es lo que no quería. Sin embargo, había algo en ella que no notó, cuando se miró por el rabillo del ojo en el espejo del baño. Estaba allí, oculto a la vista, pero Rebecca no sabía que es lo que era. Su orgullo empezó a disminuir. Se sintió extrañamente decepcionada.

    No es lo que quieres.

    Entonces, ¿qué es lo que ella quería?

    Algo más revelador.

    -¡Lo sabía! -Se dio cuenta de ello cuando se vio por segunda vez. -Sabía que algo estaba mal en mi imagen.

    Esa ropa era sexy para una mujer normal y simple, pero Rebecca Harper no era una mujer normal y simple. Para ella esa ropa era corriente y sosa, no tenía nada de especial. Inquiría, con curiosidad, en como un hombre podía considerarla atractiva si vestía esos harapos en su presencia. Lo que entrevió en su reflejo, dejó su orgullo por el suelo. Quería algo sexy y revelador, pero no estaba al tanto de qué.

    Lencería.

    -Soy tan idiota -murmuró.

    ¿Como es posible que mi subconsciente posea más perspicacia que yo? La respuesta era tan obvia que ni se le había cruzado por la cabeza.

    -Lencería -repitió por lo bajo.

    Se imagino vestida con el camisón de seda color crema, la que tapaba levemente sus pechos, pero transparentaba el resto, dejando percibir las bragas de encaje blancas, con arreglos geométricos negros cocidos en los bordes. Era muy provocativo.

    Algo más revelador.

    El pensamiento de ella usando el corsé rojo escarlata, con guantes y medias de seda negra, y la tanga negra que hacía juego, era de lo más deliciosa.

    Algo más revelador.

    Por un segundo no supo a lo que se refería la voz de a calma, por un segundo.

    Tu sabes cuál.

    Ella sonrió ante la imagen que se formó en su cabeza. Necesitaba cambiarse en ese instante, necesitaba ir a su habitación.

    Comezón

    -¿Eh? -Se detuvo a los pocos pasos, a la altura del sofá de cuero gris y tres asientos que formaba parte del juego de sillones que compró hace tres años en una oferta de liquidación de un IKEA. La tienda, situada a dos cuadras de su apartamento, sobre Lagrange Saint, se fue a la quiebra como tantas otras por la crisis económica del 2008; por suerte, ella salió bien parada de ese aprieto, y con dos sofás de más, entre otros muebles de la sala. Pero ahora no le prestaba ninguna atención al sillón.

    Comezón.

    La palabra no tenía ningún sentido. Ella llevó una mano a su espalda para rascarse por debajo del top azul.

    Comezón.

    Ahora la mano izquierda bajó hasta posicionarse entre su entrepierna y la tela sintética del minishort. Tenía razón, tenía mucha comezón.

    Mucha comezón.

    -¡¿Qué mierda?! -gritó, mientras comenzó a rascarse frenéticamente por debajo de la ropa.

    Ella supo de inmediato que la escena de pasillo se repetía, con la diferencia de que la invasión súbita de calor fue remplazada por un repentino ataque de comezón. Pero también sabia como solucionarlo.

    Primero fue el top, se lo quitó rápidamente y lo lanzó hacia el lado de la entrada, como si fuera una bomba, y le siguieron inmediatamente sus minishorts, simplemente dejándolos caer en el mismo lugar en donde estaba parada, se alejó de ellos como si esa parte del piso fuera de lava ardiente. Estaba totalmente desnuda, no se había molestado en ponerse ropa interior. Se sentía mejor, pero también desconcertada.

    -Primero el cachondeo, después el golpe de calor y ahora esta comezón mortal -repitió para si misma todos los eventos que le sucedieron en tan corto tiempo. -¿Qué diablos me sucede? -Nada tenía sentido.

    No obstante, una sensación extrañamente familiar se apoderó de Rebecca. La sensación de que alguien la hacía el blanco de sus juegos, ella ya había pasado por eso de niña. No era algo que quisiera repetir. Giró su cabeza, explorando el amplio espació de paredes de ladrillo rojo y barnizado. Se fijo en que su bolsa deportiva, con sus cosas del trabajo, y su uniforme estaban sobre el suelo de madera de eucalipto (colorado rostrata); al entrar a casa después de su breve aventura en el pasillo, el calor extremo le invadió nuevamente, por lo había dejado todo de lado para ir a grandes pasos al baño, pasando por su cuarto para recoger su ropa de casa, para tomar una ducha urgente. Pese a eso, y a varias cosas desordenadas por la zona, era buena cocinando, aunque no tanto en los quehaceres del hogar, no había nada irregular.

    -¿Estoy siendo paranoica? -se preguntó vagamente, mientras giraba el cuello al frente para encaminarse a su dormitorio. No indagó mucho más. Ni se preguntó porque pensaba obsesivamente en ponerse la ropa de encaje sugestiva, sin motivo alguno, más que el de consentir a la voz de su consciencia.

    Rebecca entró en su dormitorio, un espació de 5x6 metros, iluminado por la lámpara de techo y se dirigió a la cómoda ubicada en paralelo a la cama matrimonial, al otro lado de la entrada. Sus pies tocaron la costosa alfombra india, notificada como “perdida misteriosamente” por el Cuarto de Evidencias del Departamento de Policía del Distrito A-1 de la Ciudad de Boston, mientras iba a buscar lo que necesitaba vestir para recuperar su orgullo.

    Se inclino sobre la cómoda sin doblar las rodillas, dejando a quien sea que la vea por detrás un panorama esplendido. Abrió el tercer cajón del mueble de roble antiguo y sacó lo que necesitaba. No sabía cuándo lo había comprado, pero si sabía que lo tenía. Estaba cerrado en un paquete de plástico transparente, con una foto en el frente de una despampanante modelo usando el conjunto.

    El par de ligueros, los cuales se abrochaban manualmente, las bragas de encaje y el sujetador sin tirantes eran de color purpuras con arreglos florales en negro, estos últimos decoraban los bordes de los mismos, mientras que las medias transparentes combinaban en color con los bordados floreciente del juego de lencería. Al verlos sobre la cama ella se pasó la lengua por los labios.

    Es perfecto, pensó con júbilo, antes de cambiarse.

    Primero pasó las bragas por sus piernas, Rebecca mostró señales de excitación cuando su entrepierna y sus nalgas sintieron la presión de la seda contra ellas. Era un sentimiento exquisito. Necesitaba más. El sujetador le siguió, la misma sensación de placer se apodero de ella cuando sus pechos crecieron un poco más por lo ceñido que le iba la prenda, una talla más chica de lo que usaba usualmente (Copa B, tal vez). Aun así, se sentía viva al usarla. Era glorioso. Se sentó en su cama para colocarse las medias lentamente, una por una, para extender la sensación de complacencia y gracia por el mayor tiempo posible. El fuego en su interior aumento. Era adictivo. Termino de apostar los ligueros en su indumentaria, el fuego de la pasión recorrió su cuerpo cuando colocó el último pliegue sobre el otro pliegue de las bragas de encajé.

    Se paró frente al armario de pared del dormitorio y abrió la puerta para verse en el espejo que estaba pegado detrás de la misma.

    -Oh. Dios. Mío -murmuró por lo bajo y despacio, su voz, así como su expresión, denotaba sorpresa, emoción y éxtasis. Giró su cuerpo entero sobre si misma, vigorosamente, para verse por completo.

    La ropa deportiva, en su momento, resaltaba sensualmente su figura, pero esto llegaba a otro nivel. Se veía mucho más hermosa que antes, la lencería marcaba fuertemente sus mayores atributos y sus piernas envueltas en seda transparente se notaban más largas y atractivas que antes. Estaba sexy. Se sentía sexy. Era imposible ser mucho más sexy.

    No es imposible.

    Eso llamó su atención, sabía que era verdad. No era imposible lucir mucho mejor

    -¿Cómo? -Preguntó eso como si la voz que le estaba trayendo alegría a su vida estuviera en el cuarto.

    Tú sabes cómo.

    Odiaba que la rodeará con respuestas simples, sin darle la respuesta que deseaba.

    Aún no estas completa.

    Iba a preguntarle a que se refería con eso cuando miró su reflejo, específicamente sus pies.

    -Eso es. -Ya sabía lo que le hacía falta.

    Se metió completamente en el armario y se arrodilló, rápidamente se topó con lo que necesitaba, lo compró el lunes pasado por la mañana en Clarks, luego de salir del turno de la noche, en un inexplicable ataque de compras, y se arrepintió prontamente después de llegar a casa. Lo que buscaba seguía en la bolsa de papel extravagante, ella iba a devolverlo, pero olvidó completamente que lo tenía. Halló la bolsa y sacó la caja rectangular; retiró la tapa, y tomó uno en cada mano. Eran de diseñador: cuero negro, con tacones chinos, anchos y altos, llegaban casi hasta la rodilla, y costaron una fortuna. Ella se calzó ahí mismo, subió el cierre y ajusto las dos cintas de cuero con las hebillas de los cotados, se levantó y pasó sobre la caja, estampada con el logo de Victoria’s Secrets, para verse en el espejo de cuerpo completo.

    Si era posible verse más sexy. El éxtasis aumentó en ella. Era como como si hubiera comprado las botas apropiadamente para esa ropa interior de encaje.

    Aún no estas completa.

    No lo estaba, pero eso no tiró abajo las emociones que brotaban de ella.

    Ella volvió a verse en el espejo para saber a que se refería, cuando lo vio reflejado detrás de ella, sobre la cama.

    Que estúpida soy. fue hasta allí con rapidez. Es absurdo que no los haya visto antes. Especulaba el porqué no se dio cuenta de que estaban dentro del transparente paquete plástico, pero acalló sus dudas cuando los tocó.

    -Oh, si. -Un choque de electricidad lujuriosa le invadió. Se frotó la parte interna del objeto, forrada en seda purpura, por la cara, deslizándolo seductoramente hasta su abdomen. La sensación era increíble. Se colocó los grilletes de cuero negro en sus antebrazos y piernas. Entonces, se paró otra vez frente al espejo.

    Una reina belleza, comparable a una supermodelo, apareció frente a ella. De hecho, seguramente, si ella competía en el concurso de Miss USA de ese año, solamente con todo esto puesto, arrasaría con el concurso. Su ego estaba inflado y su vanidad por los cielos.

    ¿Cómo no lo estaría cuando se es tan condenadamente sexy? Era imposible no ser egocéntrica si negaba la realidad que se estaba mostrando ante ella.

    Aún no estás completa.

    Sabía que todavía faltaba algo.

    Aún no estás completa.

    Maquillaje. Ensombreció sus ojos y polveó su pequeña nariz y mejillas. Se vio al espejo otra vez.

    Aún no estás completa.

    No era suficiente. Buscó la caja de joyas que tenía guardada en el último cajón del armario y se colocó los aretes de oro de 18 quilates con incrustaciones de perla natural; hurtados a un vendedor de joyas por un yonqui, el cual perdió misteriosamente la joyería cuando la Oficial Harper lo revisó. Se vio al espejo otra vez.

    Aún no estás completa.

    Pintó las uñas de sus manos con esmalte negro y, una vez acabado, se vio al espejo otra vez.

    Aún no estás completa.

    Peino su cabello hacia atrás, dejando dos mechones de pelo en el frente, lo enrollo y colocó un broche enjoyado sobre el mismo. Se vio al espejo otra vez.

    Aún no estás completa. Su ego y vanidad estaban sufriendo, empezaba a descender en la desesperanza, en la frustración, su rostro mostraba eso.

    Concluyó con obviedad que algo le faltaba.

    Aún no estás completa.

    -¡Ya lo sé! -Gritó, a nadie en realidad. Se sentó en la cama, derrotada. Estaba tan cerca de alcanzar la perfección y al mismo tiempo tan lejos que resultaba frustrante. -¿Qué es lo que me hace falta? -pregunto exasperada, esperando que la voz en su cabeza respondiera, como si fuera una parte diferente de ella. Esperando que alguien más le diera una respuesta, a pesar de que Rebecca sabía que se hallaba sola en su dormitorio.

    Tú sabes cómo.

    No sabía cómo. Probó todas las formas en que una mujer podía embellecerse, no existían más formas.

    Tú sabes cómo.

    ¿Lo sé? Se preguntó.

    Tú sabes cómo.

    Un pensamiento entró en su cabeza, pero no era plausible.

    Tú sabes cómo.

    Lo había recogido del buzón de correo ayer a la mañana, no sabía lo que era en aquel instante, estaba en una cajá en forma de corazón, envuelta en papel madera. Al principio, creyó que era el regalo de uno de sus exnovios, no era la primera vez que alguno de estos tratará de sobornarla con regalos caros para que volviera con ellos.

    Tú sabes cómo.

    Cuando miró el contenido y leyó la nota, Rebecca lo arrojó al tacho de basura por lo vejatorio y degradante que era para ella. Pensó en buscar la dirección del imbécil que se atrevió a enviarle algo como eso para darle un escarmiento, pero lo olvido.

    Tú sabes cómo.

    -Y ayer no tiré la basura por el sumidero -sus palabras sonaron llenas de expectativas. Se levantó de la cama y salió apresurada de la habitación. -Aún tengo una oportunidad.

    Se movió vertiginosamente por el salón principal, ni siquiera se detuvo a preguntarse porque la televisión estaba encendida en el History Channel, unicamente pensaba en obtener la perfección divina de la belleza. No le importo mucho, no podía permitirse ninguna distracción.

    Llegó a la sección de la cocina y fue directamente a la mesada donde se encontraba el fregadero, debajo se hallaba el bote de basura. Ella abrió la puerta y lo sacó, tirando el contenido en el suelo. Revolvió la basura hasta que encontró lo que buscaba, estaba en el fondo; juntó a una cascara de plátano y un filtro de café usado. No le importo ensuciar sus manos con granos de café, era un pequeño sacrificio, permisible en su cruzada por la ascensión divina. Ella usó un trapo húmedo para limpiar sus manos y el regalo desechado, lo miró de cerca en busca de alguna mancha, no notó nada sucio, y se permitió admirarlo ansiosamente. Ahora que lo veía de cerca, indagó en la ridícula razón por la que lo desechó inicialmente, no la encontró, ella no tenía justificación por hacer algo tan estúpido

    Estaba por ponérselo, pero una última parte de su voluntad de hierro se resistió a ello. No quería hacerlo, no porque su intuición femenina le gritará vehementemente que lo que iba a ponerse representaba una blasfemia para una mujer tan fuerte y orgullosa como ella, simplemente no quería hacerlo en la cocina. Quería ponérselo delante del espejó de la sala, pretendía ver su metamorfosis automática de una reina de la sensualidad a una diosa de belleza, sexy y despampanante.

    Esto va ser estupendo, pensó alucinada al regresar a la sala.

    El puff, un sillón individual en forma de fruta, color café, cuero sintético y relleno de bolitas de polietileno, que su abuela le había regalado antes de mudarse, estaba justo frente al espejo. Y no estaba ahí la última vez. Rebecca se situó entremedio de ambos, los mismos estaban separados por soló un metro, esto le extraño, ya que tenía el espacio suficiente como para que pudiera verse reflejada y sentarse en el puff, si quería. Pero le restó importancia, en ese momento tenía que alcanzar la perfección física y etérea de su ser.

    Se miro en el espejó mientras se llevó las manos a la nuca y ajustó la hebilla del objeto, sin dejarlo lo bastante apretado como para que la ahogará, ni lo suficientemente suelto para que se saliera. Una vez puesto, tardó unos segundos en asimilar su imagen antes de que la misma la golpeara del todo.

    Estás completa.

    No necesitaba saber lo obvió.

    Lo sintió en todo su ser. Igual que en sus piernas, cubiertas con medias de seda transparentes; en sus pies, calzados con botas de tacón alto y ancho; en sus brazos, con grilletes de cuero negro; en sus dedos, cuyas uñas estaban pintadas de esmalte; en su cuello, ceñido en la suave seda purpura; en su cara, maquillada y espolvoreada; en sus orejas, adornadas con aretes de oro y perla de alta calidad; en su cabello, arreglado y peinado, como si fuera a salir a una cita; en sus pechos, comprimidos y firmes gracias al brassier sin tirantes; y sobre todo, en su entrepierna, aprisionada en la suave seda de sus bragas. Todo lo que hizo para verse agraciada valió la pena.

    Hermosa.

    -Soy hermosa -dijo en voz baja y con lágrimas felices en los ojos.

    Una diosa de piel acaramelada nació justo frente a ella, una deidad semejante a Afrodita, la divinidad griega de la belleza y la sexualidad.

    Sexy.

    Sus pezones se irguieron.

    Rememoró, instantáneamente, como a algunos hombres les gustaba compararla con Halle Berry cuando coqueteaban con ella, decían que eran semejantes en su nivel de sensualidad; Rebecca siempre les respondía que era al revés, Halle Berry se parecía a ella, y la estrella de cine debía desnudarse en público y lamerle las suelas de sus zapatos si no quería ser demandada por darle publicidad negativa a su imagen con sus malas películas. Los chicos reían ante su respuesta ingeniosa y grosera, pero en su interior no era tan egocéntrica como para creerse más sexy que su actriz favorita.

    Me equivocaba. Ahora ella sabía la verdad. Siempre la supe. Rebecca Harper superaba con creces en sensualidad y belleza a Halle Berry, junto con todas las actrices de Hollywood.

    Ardiente.

    Su esfínter se contrajo.

    Se sentía feliz, satisfecha y, en especial, poderosa. La sensualidad de su cuerpo siempre le dio poder sobre los demás, principalmente hombres; sin embargo, también mujeres, por muy desagradable que le resultara. No era bisexual y mucho menos lesbiana, se lo había aclarado a Sarah cuando quiso extralimitarse con ella, en su propia casa, después de llegar ebrias de un bar en una noche de chicas. Aunque la abogada no se rindió y, al final, obtuvo lo que quería de ella unos meses más adelante. Chantajeándola. Fue una experiencia humillante, provocada por una necesidad urgente de atrapar a un imbécil que se le había escapado a Los Butcher. Pero si ahora Sarah estuviera justo aquí mismo, Rebecca haría lo que ella quisiera de nuevo. Con la gran diferencia de que está vez lo disfrutaría al máximo.

    Cachonda.

    Sus labios vaginales se sensibilizaron gravemente. Sintió una grave necesidad de masturbarse. Coger. Estallar en un orgasmo múltiple.

    Estoy cachonda otra vez, pensó cautivada por el hecho. Siguió visualizando su reflejo hasta que pasó lo que esperaba.

    Explota.

    Ímpetu. Fruición. Gozo. Satisfacción. Felicidad. Y muchas más emociones emergieron vigorosamente de ella, alcanzando cada milímetro de su ser. Ella estalló en éxtasis.

    Se tambaleó un poco. Sintió vértigo, como si estar de pie se hubiera convertido en lo más difícil del mundo. No pudo seguir parada y cayó hacia atrás, mientras estiraba las manos hacia adelante con la ilusión de sujetarse de algo para no caer contra el frio suelo de madera.

    -Ohhh… -suspiró, al mismo tiempo que su trasero y espalda tocaban el cuero sintético del puff en forma de pera. Olvidó fugazmente que se hallaba ahí, estaba demasiado distraída con lo que sucedía consigo misma, pero agradeció que amortiguara su caída.

    Lo que su cuerpo sintió, no, lo que su alma libertina sintió, fue como si hubiera recibido un clímax sin precedentes, mientras mataba a alguien a golpes y, a la vez, comía una rebanada de Cheesecake de canela con una capa glaseada de arándanos (su postre predilecto).

    Fue así de bueno, pensó con una expresión colmada de gusto y los parpados cerrados. Lo mejor de lo mejor.

    Pasaron varios minutos, antes de que abriera los ojos y alzará su vista sobre el espejo.

    Lo primero que divisó fue a una diosa afroamericana sentada relajadamente en un sillón barato, con las piernas abiertas de par en par, los brazos colgando a los costados de los posabrazos, el abdomen dispuesto en un ángulo de 45°, y el rostro expresando arrogancia, vanidad y conformidad. Tenía perlas de sudor bajando por el cuerpo, pero no estaba cubierta enteramente por él.

    En cambio, sus bragas no solamente estaban cubiertas con sudor, sino con sus fluidos. Su coño estaba caliente, sensible, y sus pantaletas mojadas. La sensación de humedad entre sus piernas no le molestaba en lo más mínimo.

    No manifestaba ganas de levantarse. Estaba muy cómoda donde se hallaba, ella podría dormir toda la noche sin inconvenientes. Toda su energía se había ido cuando estalló; al ser derrotada por ella misma, por su apariencia seductora, por su ego llenó de vanidad, por el mayor orgasmo que tuvo su cuerpo, alma y mente. Un orgasmo provocado, no por algunos de sus incontables “amantes de una noche”, sino por algo tan banal como vestirse con lencería erótica.

    Parpadeo muy lentamente, asimilando el momento, antes de abrir los ojos para verse reflejada otra vez. Era irresistible no verse como estaba ahora.

    Eres hermosa. Lo era

    -Lo soy -respondió, sonrojada ante su alago.

    Eres sexy. Lo era

    -Lo soy -respondió nuevamente.

    -Eres una diosa -Lo era.

    -Lo soy -respondió una tercera vez.

    -Eres una perra. –Lo era.

    -Lo soy -repitió, ella reconocía que era una perra la mayoría del tiempo. Y estaba orgullosa de serlo.

    -Eres sumisa. -Lo era.

    -Lo soy -respondió sin pensar en lo que decía, ni importarle tampoco. Seria sumisa si era necesario para alcanzar la felicidad que infectaba su mente en este instante.

    -Eres mi mascota -Lo era. Una mascota, una sirvienta, una prostituta, una esclava, una puta, seria eso y mucho más con tal de sentirse, todo el tiempo, como estaba ahora: completa. Totalmente completa. Y en su lugar.

    -Lo soy -respondió una sexta vez, antes de razonar que la voz ya no venía de su cabeza sino de la sala principal. La anónima voz de hombre la agarró desprevenida. Entonces, recordó una cosa: la televisión estaba encendida cuando fue a la cocina a revisar la basura.

    Giró la cabeza apresuradamente hacia la derecha, en dirección al juego de living. No se levantó del puff, pero se colocó en guardia rápidamente, a pesar del cansancio. Quién la estuviese viendo en ese momento, seguramente, por la posición defensiva que el cuerpo de la policía mostraba, Rebecca le recordaría a una pantera a punto de saltar sobre su presa.

    Se sintió aliviada cuando miró que las cosas estaban como siempre. No había nadie en el salón. El televisor estaba apagado. Y su ropa seguía en el suelo, incluyendo el top azul y el minishort rojo. No había nada fuera de lugar.

    Tienes hambre.

    La voz susurró en su cabeza nuevamente y en consecuencia, su estómago gruñó. Ella fijó su mirada en su vientre plano y por reflejo puso sus manos allí.

    Tienes hambre.

    Sin embargo, apoyar sus manos sobre su barriga, como si pudiera calmar su apetito con eso, no calmó su ansiedad. Ella tenía hambre, lo recordaba en ese instante. No había comido casi nada desde el desayuno.

    Tienes hambre.

    Tenía hambre.

    Fue a la cocina a preparar la cenar, caminando despacio, disfrutó de la fricción de sus muslos contra las bragas mojadas con sus jugos divinos.

    No sabía que preparar, pero algo en ella le decía que lo sabría en cuanto abriera el refrigerador de color negro. Y así fue. Sonrió con picardía cuando supo que iba a cenar, a pesar de que nunca le gustaron los mariscos.

    Rebecca sacó primero un frasco de pepinillos, una barra de mantequilla, un pote de mayonesa, un atado de apio y un plato de carne de langosta, previamente hervida, y luego abrió el congelador de la nevera para sacar una bolsa de patatas congeladas, las cuales iba a freír para acompañar como guarnición al platillo principal. Dejó esos ingredientes sobre la mesada y se llevó una mano a su barbilla para indagar que faltaba para hacer un par de Lobster Roll.

    -Pan -murmuro feliz, a la vez que chasqueó los dedos de la mano para reafirmar su acierto.

    Se inclinó de puntillas para buscar en el estante de la gaveta superior, la cual se hallaba delante de la nevera, y sacar una bolsa cerrada de pan para hot dogs. Después recordó que también necesitaba cebollines, por lo que se puso en cuclillas para buscarlos en el canasto de las verduras que estaba bajo la mesada. Pensó con gracia en lo sexy que se debió ver su culo mientras buscaba los ingredientes, en sus nalgas firmes moviéndose hacia arriba y abajo. Entonces, ella miro hacia abajo y cayó en la cuenta de que estaba a punto de cocinar vestida con lencería erótica. Y se sentía increíble. Cómoda. Como si hubiera nacido para solamente usar eso.

    No obstante, Rebbeca no quería manchar su “ropa”. Por lo que tomó el delantal del gancho imantado que estaba al costado de la heladera y se lo colocó.

    Curioso, pensó mientras terminaba de atar los cordeles a su espalda. El delantal combina con la lencería.

    En efecto, la prenda no solamente era del mismo color que su sensual ropa interior (purpura) sino también del mismo material. La nueva prenda de seda incluso tenía bordados los mismos arreglos florales del conjunto erótico.

    Ella echo un vistazo hacia abajo, al delantal, con un poco de duda, y notó algo aún más extraño: la nueva prenda se ajustaba demasiado bien con el resto de su atuendo sexy. No le extrañaría si la misma hubiera venido en el mismo paquete de plástico junto al juego de lencería, el delantal era provocativo. Dejaba al descubierto su escote, se integraba demasiado bien con su sostén sin tirantes; no cubría plenamente sus bragas por delante, dejando a la vista lo húmedas que estaban, y apenas tapaba su vientre. Más que un delantal era una prenda sugestiva para algún juego de rol fetichista.

    Y, a pesar de esta peculiaridad, le encantaba. Una sonrisa de gozó reapareció en sus labios.

    La emoción de complacencia que floreció anteriormente, cuando se puso el collar de perro en el salón, regresó. Con mucha menos fuerza, pero regresó, al fin y al cabo. Saboreó el momento mientras el éxtasis volvía a su cuerpo. Se sentía débil, tuvo que apoyar una mano sobre una mesada para no caerse, pero nuevamente satisfecha. Nuevamente completa.

    Prepara la cena.

    Ella notó que ese anormal efecto, esa impresión de estar sumida en un sueño vivido, irrumpía en su psique otra vez. Ella sentía algo raro, pero no sabía que era, aunque si lo hubiera sabido estaría horrorizada.

    ¿Por qué estoy tan cachonda?

    Desconocido para ella, al menos para la parte consciente, dentro de su mente: se estaban haciendo varios cambios. Su razonamiento, junto a su sentido común y comportamientos sociales estaban cambiando a la voluntad de alguien anónimo. A pesar de ello, su subconsciente estaba luchando para resistirse a ese cambio.

    Otra vez.

    Prepara la cena, ahora.

    Rebecca, tal como le había pasado todo el día, cada vez que el deseo irrumpía en ella, estaba luchando para no perder la cordura ante la ardiente lujuria. Todavía tenía que hacer la cena, sin importar que tan excitada estaba, o lo cachonda que se ponía cada vez que sus muslos rozaban su entrepierna.

    ¿Por qué?, pensó mientras freía las patatas congeladas en una sarten con aceite hirviente. ¿Por qué estoy haciendo esto? A pesar, de que ya no tengo hambre. Esa afirmación era cierta, ella ya no tenía hambre, pero todavía quería preparar la cena. Se sentía más consciente y, al mismo tiempo, poseía un ansia desquiciada por cocinar. Como si de alguna manera su cuerpo estuviera obedeciendo órdenes, pero ella no pudiera hacer nada para evitar cumplirlas. Eso era, por demás, perturbador. ¿Por qué siento está desesperada necesidad de preparar la cena? ¡Si ni siquiera me gustan los mariscos! Razonó mientras disponía la carne de langosta hervida en el segundo pan de hot dog untado con mayonesa. Soy alérgica. Era cierto.

    Rebecca era alérgica a los mariscos y, por ende, al pescado desde… siempre.

    Cuando era una niña, su madre, unos meses antes de morir en un accidente de auto, la llevó al Hospital Shriners para niños en el distrito de West End. Habían ido a ese hospital en específico porque era más accesible para aquellas familias sin seguro médico, tal como correspondía a la suya. Estuvieron esperando por horas hasta obtener los resultados del alergista. Fue ahí cuando ella supo que era alérgica histamina, la proteína que tenían todos los animales marinos.

    Pero si era honesta consigo misma, nunca le molestó.

    Hasta ahora. Le molestaba el por que estaba esa langosta, ya hervida, en su refrigerador, cuando apenas compraba víveres para cocinar. De hecho, odiaba cocinar cualquier cosa. Por eso siempre comía afuera, ordenaba algo por teléfono, o compraba alimentos congelados. Después de todo, cocinar no era una habilidad que ella se disfrutara. Le traía malos recuerdos de la infancia. Le recordaba mucho a su madre, lo sumisa que esta se comportaba cuando su padre estaba en la casa. Siempre con el temor de provocar la ira del Padre Harper.

    Lo más insólito de toda esa conjetura fue que sus pezones se endurecieron en el trascurso del tiempo en que preparaba los sándwiches. Cómo si el hecho de cocinar algo que aborrecía, algo que no concordaba con su naturaleza, algo que era tabú para su salud, la excitara; y eso no podía evitarlo.

    Sentía asco de si misma. Siempre había tenido un férreo control sobre las cosas, pero jamás había experimento nada como esto. Lo que sentía ahora era angustia y, sobretodo, impotencia. Desde hacía mucho tiempo que no se sentía tan impotente.

    Se inclino sobre la cocina para retirar las patatas con un colador y las colocó en un plato aparte para quitarle el aceite con servilletas de papel. Luego procedió a acomodar las frituras junto a los sándwiches de langosta.

    ¿Por qué hago esto de esta manera? ¿Por qué estoy acomodando la comida como si fuese a presentárselo a alguien especial? Ella no lo sabía, solamente sabía que debía hacerlo con el más mínimo detalle.

    De la nada, se sentía mareada. Apoyó su trasero semidesnudo contra el frio mármol blanco de la mesada que estaba detrás de la cocina.

    De la nada, esa sensación de estar viviendo en un sueño se maximizo. Nuevos pensamientos surgieron, pensamientos sucios y obscenos; ideas antes prohibidas por su moralidad, la cual no era mucha, ahora podían ser realizadas; conceptos básicos sobre su persona y su lugar en el mundo se cambiaron; y nuevas leyes y reglas aparecían ahora en su cabeza. Ella lo sintió en todo su cuerpo caliente, sus pezones seguían erguidos y su coño estaba mojando sus bragas otra vez.

    ¿Qué está pasándome? Rebecca no lo sabía.

    Ella desconocía que su subconsciente perdió la batalla contra la fuerza invasora que estaba afectando, no sólo su mente, su alma entera. De toda esa mezcla de pensamientos, ideas y reglas que le fueron inculcadas enigmáticamente, una nueva creencia apareció en su mente. O, mejor dicho, reapareció. En un santiamén, la detestable idea de someterse totalmente ante un hombre no le resultaba descabellada; es más, la imagen de ella al verse esclavizada y a merced de un poderoso macho alfa, era bastante atractiva.

    Pero todavía había algo que no encajaba.

    Despeja tus dudas.

    Eso era suficiente para ella. Su subconsciente despejo sus dudas automáticamente. Ya no indagaba en nada, no valía la pena hacerse preguntas. Ella apenas percibió el cambio de 180° que dio su personalidad en no menos de un minuto, ni siquiera un cuarto de este último. Ya no se encontraba mareada.

    Ya no se sentía impotente, pero si ansiosa por estar excitada.

    Quieres estar cachonda y ansiosa, eso te pone en feliz. Eres feliz por eso.

    Es cierto, soy feliz por estar cachonda y ansiosa, yo deseo estarlo todo el tiempo, pensaba mientras sonreía neciamente. No se daba cuenta de que su voluntad fue suprimida casi completamente y que su mente se estaba adentrando a un escenario de ensueño donde la obediencia era placer.

    Lleva la cena a la mesa del comedor.

    Ella acató esa orden. Obedecer era su deber y placer.

    Bajó de la mesada y camino en dirección al salón principal sosteniendo con las manos los cubiertos y el plato con las patatas fritas y sándwiches de langosta con pepinillos, cebollines, mayonesa, y demás ingredientes. Pero se detuvo un momento antes de recibir una nueva orden en su cabeza.

    Y trae una copa.

    Dejó el plato en una mesada, antes de abrir una gaveta superior y sacar una copa. Luego tomó el plato otra vez y se fue al comedor, está vez sujetando una copa de cristal en su mano izquierda.

    Cuando llegó al salón, no reparó en que las luces ahora estaban encendidas, tampoco notó que habían juntado su ropa del suelo y la habían puesto en uno de los sillones del juego de living. O tan siquiera advirtió que ahora había un hombre caucásico, cercano a unos cuarenta años, vestido con un traje azul oscuro, sentado en una de las sillas de caoba del set de mesa estilo colonial.

    Eso no le importaba, solamente le importaba llegar a la mesa, ya que la obediencia le traía satisfacción.

    -Ponlo sobre la mesa, Becca. -Dijo el hombre, su tono estaba lleno de arrogancia, este descansaba una mejilla sobre la palma de su mano diestra y el codo contra la mesa redonda. Miraba a Rebecca con diversión.

    Becca, ese apodo es tan lindo, debería ser mí nombre de ahora en adelante, pensó Rebecca con deleite mientras obedientemente dejaba la cena sobre la mesa, frente al espacio donde comería ese hombre tan bueno y misterioso.

    Una vez que termino de acomodar los utensilios para que ese buen hombre cenara, este último, agradeció su gesto. El oír eso la complació levemente. No pudo evitar que sus mejillas se sonrojasen.

    El hombre no probo la comida, en vez de eso, aprovechando la cercanía en la que estaba la agente de Policía, levanto su mano y la tomó del collar de cuero que rodeaba su cuello con fuerza. La sentó sobre su regazo.

    Rebecca se asustó por la sorpresiva violencia en la que llevó a cabo esa acción.

    Por un momento, algo en ella le decía que le diera un puñetazo en la nariz al idiota por atreverse a tocarla, por tratarla de esa forma tan insolente. Si alguien lo hacía, ella lo obligaba a pagar el precio con sus dientes, siempre solucionaba el problema con violencia. No obstante, ese impulso de ira se desvaneció tan rápido como vino. Este enigmático hombre no era como los demás, ella lo sabía. Él la quería, lo presentía, y ella se daba cuenta de que también lo amaba. Si el hombre deseaba, Rebecca se entregaría al dolor con tal de complacerlo.

    Espero que esto no termine nunca, pensó al advertir la cercanía en la que estaban ahora. Su coño estaba mojado y sus labios inferiores hinchados. Ella seguía ansiosa y cachonda. Demonios, voy a estallar. Rebecca lo presentía. Iba a estallar en éxtasis como hacía poco frente al espejo.

    Ella oyó que algo hizo clic y el hombre la soltó. Sintió que tenía más peso en el cuello, llevó una mano hasta el collar antes de notar la razón: ella ahora tenía una correa de cuero unido a su collar.

    Una contradicción de emociones se filtraba por su mente, las mismas iban desde la aversión y el odio hasta el amor y el cariño por recibir un nuevo regalo. Miro a la cara del hombre, el cual la miraba con diversión, como si ella fuera un juguete para entretenerse, y por un segundo, le dirigió una mirada cargada de puro desprecio. Pero algo en ella venció ese desprecio para abrazar el pensamiento de que esa correa era un nuevo regalo que atesoraría por años. Ella sonreía de felicidad.

    -Te queda bien -dijo el desconocido, su sonrisa se hizo aún más amplia-. Es ideal para una perra como tú -su sonrisa disminuyo, sus facciones iban a pasar a mostrar un rostro lleno de pura furia cuando el hombre volvió a hablar-. Me gusta que mis esclavas vistan como mascotas y, más aún, cogerlas en cuatro patas. Dime, Becca, ¿quieres que te coja como a una perra? ¿O prefieres que te coja como a una mujer decente? Yo preferiría cogerte aquí mismo, contigo en cuatro patas. Por el culo. Mientras te doy nalgadas. Y tú me pides que te coja hasta que no te puedas sentar por un mes. ¿Qué me dices, pequeña perra de caramelo? -Esto último lo remato con una nalgada en su culo, dicho gesto impulsó a Rebecca más cerca del desconocido.

    El silencio cayó en la sala en ese instante.

    Nunca. Pero nunca, en los 26 años de vida que llevaba Rebecca Harper, nadie le había dicho algo como eso. Ni siquiera los delincuentes con los que trataba en las calles se atrevieron a insultarla de esa forma tan descarada, en especial, después de que ella los magullará contra el piso. Incluso su padre, en sus retorcidos momentos a solas con Rebecca, jamás sobrepaso esa línea de agraviarla. El desconocido le estaba quitando toda su dignidad con una frase tan vulgar y lasciva.

    Y, sin embargo, Rebecca se sobreexcitó al escuchar tal insinuación.

    Su cuerpo estaba en llamas. Sus pezones se hallaban erectos, ahora capaces de cortar el diamante; su coño estaba sensible, emanando fluidos, los cuales traspasaban la tela de sus bragas y caían entre sus muslos; su ano, se contrajo al oír esas palabras tan degradantes para una mujer, pero completamente intoxicantes para ella; y su mente ya no se resistía a la idea de hacer cualquier cosa que le ordenara ese macho capaz de someterla a una satisfactoria noche llena de placer.

    ¿Me pregunta si quiero ser cogida como una perra, o una mujer decente? ¡¿Está jugando conmigo?! ¡Por supuesto, que quiero ser cogida como una perra encelo antes que como una jodida y aburrida mujer decente!

    -¡Si! -Respondió con avidez. Ella acercó sus labios contra los de él, pero el hombre la detuvo.

    -¿Si qué, Becca? -Dijo el mientras desataba los nudos del delantal de Rebecca.

    -¡Si quiero coger contigo! -Ella espero a que él desatará los últimos nudos del delantal, los que rodeaban su cuello, la Oficial Harper acariciaba el pecho y el rostro del desconocido. Cuando esté termino, dejo caer la prenda al suelo. Entonces, ella salió se saltó contra sus labios.

    Los labios del hombre estaban secos y agrietados, nada que ver con lo que ella había esperado, pero, aun así, probarlos era toda una exquisitez para Rebecca. Ella sentía la erección de su misterioso nuevo amor, a él le gustaba lo que ella estaba haciendo. Con travesura, ella frotó sus nalgas contra su regazo, solamente para encontrar que la erección se hacía más grande. Se sintió recompensada por una corriente de complaciente goce. Ella opinaba que esa sensación, ese beso apresurado, podía ser suficiente para que se corriera de una buena vez, pasaría en unos segundos si continuaba así. Pero ella jamás llegó al clímax, ya que el hombre la detuvo.

    ¡No es justo! Ambos jadeaban, ambos estaban sofocados por la falta de aire. ¡Ya casi acababa! La angustia se abría camino en ella. Se preguntaba, que es lo que había hecho mal para que la rechazada así.

    Él la sostuvo por los hombros. La miró a la cara, y ella notó más detalles en su rostro.

    Detalles que antes no había notado. Su piel no era totalmente caucásica y suave como ella creía al principio, sino mateada y brillante. Aceitosa. Las facciones del hombre eran viejas, apostaba que estaría entrando en los cuarenta, su cabeza era cuadrada y su barbilla pequeña. Tenía la nariz grande y torcida, se dio cuenta de que esto último no era natural, parecía que alguien le había quebrado el tabique no hace mucho; su boca era pequeña, tenía repuntes en las esquinas de la misma, estaba al corriente de lo secos y agrietados que eran sus labios sonrosados; sus ojos eran de color amarronados, ambos estaban a una prolongada distancia el uno del otro, y debajo de estos había unas ojeras que les daba un aspecto hundido; sus orejas eran del tamaño medio de la población bostoniana, nada demasiado llamativas. Su cabello estaba peinado hacia atrás, era rizado, como el de ella, pero grasoso. Notaba también que no se había afeitado en días, una película de pelo negro estaba creciendo en su barbilla y debajo de su nariz, tal vez era intencional.

    A ella nunca le habría llamado la atención un hombre con ese aspecto, ni en mil años. Pero ahora pensaba que no podía haber un ser humano tan perfecto como el hombre que casi hizo que se corriese con un simple beso. Rebecca ansiaba tanto correrse

    -Dime, Becca -articuló él con picardía sonriente-. ¿Te gustaría correrte como la perra encelo que eres?

    -¡Si, por favor! -respondió ella apresuradamente. No le era necesario pensarlo demasiado- No puedo correrme, traté de masturbarme y tocarme, pero no conseguí más que ponerme todavía más cachonda. He intentado de todo y eso me ha estado fastidiando mucho. ¿Puedes ayudarme, por favor? -Decirlo en voz alta le dio de vergüenza, pero no importaba si este buen hombre lograba que alcanzará el clímax. Su calentura superaba cualquier rastro de vergüenza que apareciera en ella, sospechaba que el desconocido estaba al tanto de ese dato, ya que veía en su cara lo divertida que encontraba la situación en la que ella estaba.

    Eso sólo la hizo desearlo mucho más.

    -…mi señor -corrigió él.

    -¿Eh?

    -Cuando te dirijas a mí, siempre debes terminar tus frases con esas palabras: <>.

    En el pasado, muchos de sus novios habían querido usar sobrenombres para dialogar con afecto y ella siempre sacaba a relucir esa personalidad tan rabiosa que la caracterizaba con todos ellos, para amenazarlos con cortar su relación, si insistían en llamarle: Cariño, Bebé, Mi cielo, y el peor de todos, Caramelito. Obviamente, sus novios nunca encontrón la forma adecuada para dirigirse a ella.

    -Vamos, Becca. Tu sabes cómo debes comportarte cuando estas en mi presencia -reiteró él con presunción-. Recuerda tu adiestramiento. -Ella no entendía a que se refería, sólo por un segundo antes de escuchar como el hombre chasqueó sus dedos.

    Su cabeza le palpitaba. Llevó las manos a sus sienes, esperando aminorar el dolor.

    Nuevos, o tal vez viejos, pensamientos e ideas florecieron en su cabeza. Pensamientos que antes hubiera considerado tabú, inclinaciones prohibidas, fetiches demasiado perversos para ella, porque no encajaban con su actitud orgullosa y engreída, ahora estaban colmando su mente. Su ser. Su conciencia. Se dio cuenta de que estos no eran nuevos pensamientos, sino viejos, reglas e instrucciones que se hallaban ocultas en lo más profundo de ella.

    -¿Lo recuerdas, ahora? -Preguntó él.

    Recapituló como tenía que comportarse cuando Su Señor estaba presente, como debía actuar cuando se hallaban solos, salvó que él le ordenara hacer algo en público. Una corriente de exaltación atravesó su cuerpo cuando pensó en lo que se sentiría obedecer una orden de su Señor en publicó, su coño estaba a sólo una caricia de correrse con pasión. Sin embargo, ella conocía las reglas, a pesar de que había pasado un momento desde que estás nuevas normas rebrotaron en ella: no tenía permitido correrse salvó que él se lo dijera. Eso lo sabía.

    -Si, Mi Señor -contestó ella sumisamente, se sentía completa por someterse ante él-. Becca recuerda lo que usted le enseño. Soy su sirvienta. Su mascota. Su puta. Su esclava -esas palabras eran ciertas, Rebecca seria eso y mucho más para complacer a su Señor, y estar tan llena de deleite como lo estaba actualmente. -Soy Becca, la perra mascota, y le pertenezco, mi Señor.

    Ella volvió a sentir, en su trasero, como la erección del hombre crecía todavía más por sus palabras sumisas.

    -Es bueno saberlo, Becca -conjuró su Señor-. Ahora, te volveré a preguntar, ¿te gustaría correrte como la perra encelo que eres?

    -¡Si, mi Señor! -ella se fijó en que volvió a responder apresuradamente, por lo que agregó- A Becca le encantaría correrse como la perra encelo que es en realidad. En cuatro patas, sería mucho más complaciente para Becca, mi Señor.

    Advirtió cómo los rasgos faciales del hombre se contraían, cómo inclinaba la nuca hacia atrás, antes de que soltará una carcajada estridente hacia el techo. Su Señor se estaba riendo de ella, pero eso no la hería, sino todo lo contrario. La complacía, a la vez que también la estimulaba sexualmente.

    Su risa es como una caricia para mi cuerpo, pensaba cachonda, su mente estaba a punto de caer en un volcán orgásmico.

    Él dejo de reírse, ella esperaba que ser el objeto de burlas de su Señor fuera suficiente como para que esté se apiade de ella y le permita alcanzar el clímax de inmediato. Su cuerpo lo ansiaba tanto.

    Pero en vez de eso, él la levantó de su regazo. Esto la hizo sentir decepcionada. Enojada con ella misma por no satisfacer mejor a su hombre.

    -Bien, Becca. Te daré mi permiso para correrte -los ojos de Becca, la Oficial de Policía de Boston, se iluminaron de emoción-pero antes quiero que camines hasta allí y hagas unas poses para mí -el hombre señalo con el dedo índice unos metros delante de la mesa, justo al frente del espejo donde tuvo un orgasmo al terminar de vestirse como la perra que era, no como la diosa que su ego le había creer ser-. Ya te diré como posar. Sólo ve.

    Ella obedeció con gustó, deseosa por complacer a su Señor y, en especial, a ella misma. Ni siquiera se dio cuenta de que no caminaba sobre sus pies, sino sobre rodillas y manos, en cuatro patas, y con una correa de cuero en el cuello, como una perra. Sus senos se movían al compás de su paso, casi salían de su sostén sin tirantes, y ella movía su trasero con sensualidad, a propósito, porque era lo que debía hacer cuando caminaba mientras su Señor la estaba viendo, tal como debía andar la mascota que él merecía.

    Becca llegó al frente del espejó, tenía una vista completa de ella, se detuvo y volteó para ver a su Señor, esperando sus instrucciones de cómo debía posar. El hombre captó su mirada y le guiño un ojo. Ella se estremeció con de excitación.

    Su Señor tenía el extremo de la correa en su mano derecha, la cual estaba tensa por la distancia que había entre la mesa y Becca (mediría unos tres metros de largo), y un teléfono celular en la izquierda.

    -Ponte de rodillas, Becca. Con las piernas abiertas, los brazos detrás de la nuca y mira directamente a la lente del teléfono. -Era obvio lo que el planeaba hacer con ella.

    Ella obedeció sin rechistar, se colocó en la posición que él deseaba.

    Al fin y al cabo, ¿ella se opondría a que un macho como el que tenía enfrente la fotografiará en lencería erótica para presumir con sus amigos el ejemplar de mujer del cual era propietario?, concluyó con entusiasmo. Evidentemente, ella no se opondría. Era un alagó ser retratada en cámara por su Señor.

    Había una lampara de techó en centro del salón principal, una araña de aluminio pulido con tres globos blancos traslucidos, la misma alumbraba toda la habitación. La luz de la araña dejaba ver como una película de sudor cubría algunas partes del cuerpo de la mujer de piel acaramelada: su abdomen y clavícula estaban cubiertas de esa olorosa secreción corporal, y gotas de transpiración descendían por sus axilas y cara, provocando que el maquillaje de Rebecca se corriera un poco. Además, la luminosidad exhibía como sus pezones eran visibles sobre el sostén, a esta altura el más mínimo contacto con la prenda de seda la ponía más cachonda. También revelaba que tan mojadas estaban sus bragas por los fluidos de su coño, cuyos labios se hallaban hinchados. Sus jugos resbalaban de entre sus muslos para caer en el piso de madera, en el medio de donde estaban dispuestas sus piernas dobladas.

    ¡Puta madre! ¿Cuándo demonios mi Señor me va a dar el permiso para que me corra?, caía en la cuenta de lo desesperada que estaba por llegar al clímax. Ella aspiraba a correrse. Y quería hacerlo ahora. Había cumplido con todas las ordenes que le encomendó su Señor, solamente necesitaba su permiso para llegar al paraíso orgásmico.

    -Perfecto, Becca -exclamó él. -Ahora escucha con atención. Estás cachonda. Quieres correrte. Correrte cómo te corriste cuando tuviste el mejor orgasmo de tu vida hace una semana atrás, en el baño de un bar de East Boston. Con dos hombres a la vez, porque eres demasiado puta para conformarte con uno solo. -Rebecca lo recordaba.

    Unas compañeras de la Estación la invitaron a salir de copas luego de un día agitado en la ciudad. El trabajo y la Capitana Sanders, la tenían estresada; por eso acepto salir con ellas, pesé a que no toleraba a las otras chicas del Departamento. Avanzada la noche, con unos tragos de whisky en su estómago, entre otras sustancias para divertirse, ella estaba en la pista de baile, esperando atraer a un hombre con sus movimientos sexys.

    Consiguió su cometido cuando un chico guapo la invitó a bailar. Ella notó, en la oscuridad del bar bailable, que el chico tendría unos años menos que ella, tenía rasgos latinos, y vestía una franela negra, unas bermudas caqui, zapatos deportivos y una gorra puesta al revés, estúpidamente, en su cabeza. Ella acepto, sabiendo que esa noche no encontraría a nadie mejor para deshacerse del estrés del trabajo. El baile no tardo en convertirse en una danza ardiente entre ellos y la misma se transfiguró en un torneo de lenguas dentro de sus bocas, donde ambos pelearon para ver quien ganaba. Rebecca lo mordió en los labios y él se separó de ella, dejándola como vencedora de la lucha. Entonces, ella lo tomó de una mano y lo sacó de la pista conduciéndolo en dirección al baño de atrás, era el lugar perfecto para devorar a su presa recién casada por la simple razón de que estaba fuera de servicio, y porque ella forzó la cerradura para entrar a orinar en uno de los retretes.

    No obstante, al llegar al baño de dos metros cuadrados, otro hombre se metió con ellos. Este era mucho mayor que el tipo con gorra, y mucho más lindo; también era latino, vestía como su compañero de salida, para salir a conquistar mujeres, solamente que tendría mucho más excitó que su amigo.

    -Eran buenos amigos, recuerdas, Becca. El otro tipo interrumpió tu pequeña treta para que te que ese muchachito te cogiera. Tú estabas molesta. Claro, hasta que te preguntaste: <<¿Cómo sería coger con dos hombres?>> ¿No es cierto, perra? -Redacto su Señor con saña.

    Era cierto, se lo había preguntado, igualmente se había preguntado el por qué ese hombre la había tomado por las caderas, estrechado su cuerpo contra el de ella y la besado con tanta pasión, y sin ningún consentimiento. Ella iba a empujarlo, golpearlo y si era posible, joder su vida por atreverse a tocarla, pero la calentura que sentía en ese momento fue más fuerte que su razonamiento. Como su amigo en la pista de baile, se enfrascaron en una batalla de lenguas, en donde esta vez ella perdió, aunque no le importo. Su compañero, ahora enojado por haber sido despechado por Rebecca, estaba por irse cuando ella lo intercepto y lo besó nuevamente. La misma afroamericana se sorprendió de esto, ella era promiscua pero nunca tan fácil. Su cuerpo no era suyo, sino de su lujuria, y esta última aprovecho ese momento para atraerlo hacia ella y su amigo, el cual ahora estaba acariciando su culo y besando su cuello. La lógica se fue de ese baño, y únicamente quedó la lujuria entre ellos tres.

    -Si, es cierto mi Señor. Becca está cachonda y quieres su consentimiento para correrse como cuando estaba con esos hombres a la vez, por qué Becca es una zorra mi Señor -respondió Becca, mansamente.



    Al principio, hombres y Rebecca no sabían muy bien cómo hacerlo, ninguno de ellos tenía experiencia en tríos, ella se percató de eso, ambos estaban incomodos por compartir una mujer al mismo tiempo. Esos hombres retrocedían en sus caricias y besos cuando uno de ellos pensaba que el otro estaba por probar un “trozo” de la Oficial Harper, en ese momento fuera de servicio. Claro, eso hacia las cosas aún más raras para ellos, y mucho más lentas para ella.

    -¿Recuerdas lo que sentiste cuando te cogían por el coño y la boca al mismo tiempo?

    Por supuesto, hasta tuve las pelotas que ellos no tuvieron al tomar la iniciativa.

    Ella agarró al aprendiz de pandillero (el del gorro) y lo sentó en el retrete, este no protesto, demasiado estupefacto por su dominio. Se sentó sobre el regazó y meneó su culo contra este, incentivando la erección que crecía entre sus piernas, al mismo tiempo que desabrochaba los pantalones del otro latino. Se asombró al ver como una serpiente semierecta, al menos de 20 Cts., salió de los calzoncillos de ese hombre; no obstante, no era un problema para ella, ya tenía experiencia con vergas grandes. Lo tomó con la izquierda y le dio una lamida mientras miraba a los ojos al macho que poseía tal bestia, el cual parecía muy orgullo y presuntuoso cuando notó la mirada asombrada de Rebecca. Él le sonrió y ella a él, fue entonces cuando engulló la enorme verga en su boca.

    Su idiota amigo, entendió al fin en donde estaba y salió de su estupefacción. Aprovechó que Rebecca estaba ocupada y alzó el culo de ella con una mano mientras usaba la otra para liberar su miembro de las bermudas. Luego se dispuso a bajar los jeans de ella, hallándola lubricada por sus fluidos, a esas alturas su tanga blanca ya estaba mojada y sus pantalones manchados; eso estímulo al muchacho mucho más. Tomó las caderas de Rebecca y la condujo hacia su miembro. Ella lanzó un chillido ahogado cuando el muchacho entró, sus labios inferiores se abrieron, y luego se cerraron, cuando el nuevo “inquilino” irrumpo en su vagina. A partir de ese ínstate, ella se sentiría increíble.

    -Si, mi Señor -respondió con una sonrisa, ante la memoria recién descubierta.

    -Por favor. Descríbemelo con detalle, Becca -ordenó.

    Ella lo miró directamente a los ojos.

    -Mientras miras fijamente a la cámara -señaló. Aunque Rebecca no lo percibía, él sonreía con vanidad.

    Ella miró a la cámara y tragó. Esperaba poderle contar todo a su Señor, sin desmayarse en el proceso por llegar al clímax.

    -Empecé a sentir las embestidas de ambos hombres mientras me penetraban -dijo ella, sin pudor. -Escuchaba los ruidos de las vergas entrando y saliendo por mi coño y por mi boca, la respiración sincronizada de ellos, la música distante del bar y mis propios jadeos. Mientras me cogían, noté las diferencias entre los ambos hombres. Sentía lo afectuoso y atento que era el latino más joven mientras me cogía sentado en el retrete, y lo brusco que era el otro, este me agarraba por el pelo con violencia y usaba mi boca a su completo antojo. Como si fuera mi dueño -ella se dio cuenta de lo que dijo. -Pero no se alarme, mi Señor, solamente usted puede poseer enteramente a Becca.

    Su Señor, asintió satisfecho y le hizo un gesto con la diestra, la mano en la que sostenía el extremo de la correa de Becca, para que esta última continuará.

    -Como decía, en otra ocasión, hubiera mordido la verga de ese imbécil y borrado esa sonrisa presumida de su cara, pero estaba tan ahogada en mi propio placer que se lo deje pasar. El contraste entre ambos, entre el cariño y el maltrato, me ponía tan cachonda. Eso me hizo darme cuenta de lo bien que la estaba pasando -la posé en la que estaba y la descripción exacta de esa memoria, la excitaba tanto que temblaba un poco. -Entonces… entonces, ellos se… se corrieron. Primero… -sudaba mucho más ahora, la película de sudor ya no estaba solamente en algunos lados sino en toda su piel, la luz del techo se reflejaba en ella como el sol en una ventana. -el latino más joven que… -un jadeó accidental brotó de ella- Estaba en mí. Hmm… vagina. Acabó… ¡UMNHH! -En su psique, algo se estaba abriendo. Algo muy hermoso.

    Ella murmuro algo inentendible.

    -Lo siento, Becca, pero no te he oído bien -dijo el hombre. Él sonreía con regodeo ante lo que su celular estaba grabando. -Puedes decirlo de nuevo.

    -¡Acabó-dentro-de-mi! -Grito ella, mientras su cuerpo sufría un calvario lascivo, articulando una oración en una misma palabra.

    Ahora mismo, sentía claramente lo sensible que estaba su cuerpo. Lo transpirado que estaba su piel, lo caliente que estaban sus orejas, lo erguidos que estaban sus pezones, lo contraído que se encontraba su esfínter, y lo hinchados y delicados que se hallaban sus labios vaginales.

    -Ya casi terminas, Becca. ¿Cuéntame que pasó después?

    -El otro… Uff… latino… estaba a… ¡Ahh! -Ella sintió una punzada eléctrica en su coño, por lo que llevó su mano para tratar de calmar ese punto. Causó el efecto contrario, su toque solamente la impulsaba a sentir todavía más choques de exaltación. Aun así, no detuvo su narración a su Señor- …punto de acabar. Cuando… ¡MEHH! Tomó del. Cabello. Y-me-tiró… ¡OHH! -No podía evitar darse toques sutiles con la mano, no se tocaba directamente, a pesar de que apreciaba poder masturbarse, simplemente golpeaba sus labios inferiores por encima de sus bragas con sus dedos índice y corazón. -Hacia atrás. Me… me dio dos… boff… ¡Bofetadas! Rápidas. Luego me esc… ¡Oh, Dios Santo! Me escupió en la boca… Y…. ¡YA NO PUEDO!

    Ella se mordió el dedo de la otra mano. Ella se estaba perdiendo en la ansiedad. Ni siquiera podía terminar de describir el mejor sexo que había tenido hasta la fecha. Según recuerda ella.

    Quería tocarse. Coger. Y estallar en otro orgasmo múltiple. Pero no tenía el permiso de hacerlo.

    -Becca. -Llamó su Señor. Sus miradas se cruzaron, ella lo miró extasiada y él la miró con regocijo. En un santiamén, supo algo que no sabía hasta ahora: su Señor podía ser muy oportuno. -Cuando chasqueé mis dedos, vas a recordar lo que es tener ese orgasmo multiplicado por tres. Queda claro.

    -Si… si, mi Señor -tartamudeo ella, esperando los chasquidos de los dedos de ese hombre tal como había esperado del doctor los resultados de la cirugía que le habían hecho a su abuela hace más de cuatro años.

    -Perfecto. Ahora dime, ¿qué más le hizo ese malvado hombre a tu lindo rostro?

    ¡ESO ES! ¡SÓLO ES ESTO! ¡SÓLO ES UNA FRASE Y PODRÉ CORRERME!

    Mientras pensaba en satisfacer su libido, sentía que algo dentro su mente, algo que ya había sentido recientemente, se estaba preparando para salir.

    -Él… ¡Oh! Él… ¡UMM! ¡ÉL-ACABÓ-EN-TODA-MI-CARA! -Gritó exaltada. Los dedos de la mano ya no daban golpes suaves a su coño, sino que lo acariciaban.

    -¿Y…? -Preguntaba su Señor mientras una sonrisa enorme mostraba sus dientes.

    -¡Y ME ENCANTO! -Grito con toda honestidad. Incluso por encima de las bragas, sentía cómo sus labios inferiores pretendían sorber su mano.

    -¿Y…? -Volvió a preguntaba su Señor.

    -¡Y VOLVERIA A HACERLO DE NUEVO! -Gritó determinada y con fruición.

    -¿Por qué? -Su Señor volvía a preguntar, una sonrisa enorme mostraba sus dientes.

    Estaba jadeando, haciendo lo imposible para no caer hacia adelante y darse de ruses contra el suelo. Su mano seguía acariciando su coño, pero aun así no quería masturbarse porque llegaría al clímax sin el permiso de su hombre. Lo peor de todo, es que ella ya no sabía que más decirle. Hasta que aparecieron las palabras correctas que su Señor querría oír.

    -¡PORQUÉ-SOY-UNA-VERDADERA-PERRA-Y-QUIERO-SER-COGIDA-POR-TODOS-LOS-HOMBRES-DE-BOSTON! -Dijo esa frase tan rápidamente que apenas fue entendible para una persona normal.

    Su Señor no pudo evitar reírse a carcajadas, dejó de enfocarla con su celular y soltó la correa que sostenía el cuello de su mascota afroamericana para llevarse las manos a la barriga. Pasaron unos segundos, que a Rebecca se le hicieron eternos, antes de que él recobrará la compostura y volviera a enfocarla con la lente del teléfono. Él junto los dedos índice y corazón, y sobré la yema de estos situó el pulgar.

    -Disfrútalo, la Poli-puta. Te lo ganaste -esas palabras, y ese chasquido, fue lo último que escucharon sus oídos antes de que el mundo de Rebecca Harper se pusiera de cabezas.

    Todo su cuerpo se estremeció. Otra vez. Por segunda vez en el lapso de una hora. Fue un orgasmo mucho mayor que el anterior.

    -¡UHMMM! -Ella gimió de placer.

    El fuego ardiente de la pasión, brotando de su interior, era comparable al de una casa sellada siendo consumida desde adentro por las llamas de un incendio esporádico; una casa donde, repentinamente, se abre una ventana y esta causaba una explosión provocada por los gases del humo.

    Estaba tan abstraída en su eyaculación múltiple que apenas percibió cuando era jalada del cuello hacia adelante, haciendo que cayera de frente y aminore la caída con las manos. Al parecer, el hombre había tirado intencionalmente de la correa de cuero que estaba atada a su collar y ahora mismo se encontraba en cuatro patas como la buena perra que era en el fondo.

    Ella gimió de nuevo al correrse. Arqueo su espalda y se acostó de espaldas en el piso.

    Siendo francos, a ella no le hubiera importado, o le importaba, en lo más mínimo la postura en la que estaba. En lo que a la Oficial Harper respectaba, el placer fogoso que recorría su cuerpo era la única razón por la que estaba existía.

    Rebecca gimió nuevamente al correrse, pero aún no llegaba al clímax por completo. No tardó ni diez segundos en sentir como una nueva y sabrosa convulsión reemplazaba a la anterior.

    Llevó sus manos a sus zonas erógenas para así prolongar todavía más el exquisito placer que estaba experimentando. Gemía y se movía sensualmente mientras se tocaba. Mientras se corría. Usaba su mano diestra para acariciar su clítoris palpitante y su coño famélico, sus labios inferiores trataban de adherirse a sus dedos, quizás confundiendo la forma fálica de estos con una verga. Ella gritó cuando tuvo otro orgasmo. Usaba su otra mano para pellizcarse los pezones erguidos, y sentir ese agradable dolor hacia aún mejor la eyaculación que escapaba de ella.

    Su señor la observaba, con regocijo. Mientras la grababa con su celular, de vez en cuando, tomaba una patata y se la llevaba a la boca. Él veía como ella repetía el proceso una y otra vez: se tocaba, se corría y gemía; se tocaba, se corría y gemía; se tocaba, se corría y gemía; y así sucesivamente.

    Ya en el final, Rebecca arqueo tanto su espalda, a causa del bestial orgasmo que estaba por tener, que parecía a punto de rompérsela. Ella lanzó un último grito de placer antes de entrar en el paraíso.

    Su espalda chocó con el suelo en un ruido sordo. Jadeaba e inhalaba bocanadas de oxígeno para aliviar sus pulmones. Su pelo estaba enmarañado y se pegaba a su frente. Un hilo de baba descendía por su boca. Su cuerpo estaba sudado y brillante por las luces del techo. Su ropa interior sexy estaba desordenada y húmeda por sus secreciones corporales, es más, su trasero estaba descansado sobre un charco de sus jugos vaginales.

    Ella estaba enteramente rendida.

    Pero todo eso no le importaba en absoluto, porque había tenido un orgasmo increíble, tanto intenso como extenso. Había sido mucho más gratificante que cuando completo su erótico atuendo delante del espejo. Lo que logró, una gigantesca corrida multiorgásmica, se vio reflejado en su rostro.

    Y todo gracias a su Señor.

    Ella estaba acostada al frente de él, por lo que levantó la vista, extendiendo su cuello hasta arriba, para ver como su Señor dejaba el celular en la mesa y se disponía a cenar lo que ella le había preparado con cariño. Este capto su mirada y hablo.

    -Levántate, Becca -ella estaba agotada, relajada, y anhelaba descansar, pero deseaba mucho más obedecer. La mujer afroamericana se puso de rodillas en un santiamén, en la posición que debía estar cuando estaba en presencia de su Señor sin hacer nada. -De píe, mascota tonta -se puso de pie inmediatamente, para corregir su error. Percibiendo lo difícil que le costaba mantenerse parada con las altas botas negras de tacón chinas.

    Esperó a que su Señor terminará de tragar, un trozo del sándwich de langosta que estaba masticando en su boca, antes de que hablará nuevamente.

    -Ahora, quiero que vayas al espejo que está detrás de ti y veas tu reflejo. Y cuando yo diga las palabras clave y chasqueé mis dedos, despertarás, pero seguirás obedeciendo las reglas básicas, como lo hiciste hasta ahora, sin importar si yo no estoy aquí. ¿Queda claro, Becca?

    -Eh… no sé cómo… responderle mi señor -confesó temerosa. Ella sabía las reglas básicas, toda mujer debía saberlas si quería complacer a su hombre, pero no sabía a que se refería él con “despertarás”. -Becca conoce las reglas, pero no las palabras clave, o a lo que se refiere usted con despertar. ¿Qué es…?

    -Claro que no conoces las palabras, zorra hueca -su Señor la interrumpió bruscamente-, y no es importante que Becca sepa de lo que hablo, solamente importa que Rebecca Harper lo sepa, inconscientemente, claro está, pero eso es porque… -él detuvo su explicación, tal vez pensando que Becca no lo estaba entendiendo, cosa que resultaba cierta. Ella no sabía de lo que él hablaba, o porque hablaba de ella como si fuera dos personas distintas, y no indagó demasiado en el tema por temor a molestar a su hombre. Se dio cuenta de que no le gustaba irritar a su Señor, la ponía triste.

    Su Señor, tomó una bocanada de aire y hablo nuevamente.

    -Limítate a obedecer y las respuestas aparecerán en tu cabeza. ¿Has entendido, Becca?

    Ella asintió.

    -Adelante, entonces

    Ella obedeció, sin protestar. Cruzo el par de metros que la separaban de su objetivo en un santiamén, anqué con cuidado, ya que no tenía muchas fuerzas en sus piernas. Aun así, dio pasos cortos y sensuales para el deleite de su hombre, meneando sus caderas hacia un costado y al otro. Le cautivaba incitarlo siempre que pudiera.

    Se encontró con su reflejó y observó lo verdaderamente desordenadas que estaban sus prendas, juntó con su cabello y los restos de maquillaje que tenía en la cara. Estaba hecha un desastre, aunque no pudo evitar sentirse un poco orgullosa de si misma.

    ¿Cuántas veces en mi vida un hombre hizo que me corriera como hace un momento? Se ruborizó ante su propia cuestión. Larespuesta era simple: nunca.

    Su Señor había cambiado eso, y solamente lo conocía desde hace menos una hora.

    Ella llevó una mano hasta su collar de perro, el mismo tenía algunas tachuelas de metal incrustadas de manera simétrica y una medalla platinada en forma de la cabeza de un felino, probablemente un gato. En la placa, había una inscripción grabada en imprenta. Se veía reflejada al revés en el espejo, pero podía leer lo escrito con suma facilidad: Becca, el apodo cariñoso con el cual su hombre la llamaba. El collar la marcaba como la posesión de su hombre.

    Rebecca Harper se sentía afortunada por encontrar a una persona tan dulce como su Señor.

    Se sentía complacida por servirle en todo lo que le pidiera. Relajada. Hermosa. Completa. No tardo en asumir que servir a su Señor era su única meta en la vida. Para eso nació en realidad.

    Mientras tenía la medalla entre sus dedos, se fijó en que esta tenía otra inscribirían por detrás. Uso sus dedos para voltear la placa y vio las letras en el espejo. Reconoció las palabras “propiedad” y “de”, pero tardo un segundo más en leer completamente lo que decía la chapa.

    Propiedad de Jeremy Perterson.

    ¿Peterson? ¿Por qué me suena ese apellido? Le resultaba muy familiar, aunque no sabía de dónde, pero algo en ella le decía que reconocía ese seudónimo de algún lado.

    Entonces, lo recordó.

    Detrás de ella su Señor chasqueó los dedos y pronunció las palabras clave; que, según él, la “despertaría”.

    -Black Panter -dijo el hombre cuarentón en voz alta.

    Todo el lugar quedo en silenció por un momento. Hasta que la Oficial Harper lanzó un chillido de angustia.

    De la nada, un malestar irrumpió en su cabeza, ella llevó sus manos a los lados de esta para frenar el dolor. Todo giraba a su alrededor. No pudo sostenerse de pie, por lo que incoó una rodilla en el piso y coloco una mano frente al espejo colonial de cuerpo entero.

    En su psique, sentimientos, emociones e doctrinas, contradictorias a la personalidad que tenía no hace un minuto, resurgieron otra vez. Estos pensamientos dominaron y reemplazaron casi todos los demás que habitaban su mente, confinando a una parte de su ser a lo más profundo de su alma. Esa parte de la Oficial Harper permanecería dormida hasta ser llamada de nuevo por su verdadero poseedor.

    El dolor de cabeza, tal y cómo había llegado, se detuvo.

    Rebecca Harper jadeó en busca de aire. Estaba molesta por la dolencia. Se paró, descuidadamente, con la vista clavada en el suelo, e iba a preguntarse que demonios le había ocurrido cuando levantó sus ojos en dirección al espejó. Lo que vio la dejó aturdida por un breve minuto.

    Antes de ver su reflejo, ella ya sabía que estaba vestida con lencería erótica de seda, con ligueros que se acoplaban a las medias purpuras transparentes que envolvían sus tiernas y altas piernas; sabía que calzada botas de cuero negro que le llegaban casi hasta las rodillas; sabía que se había maquillado y pintado las uñas; sabía que se había arreglado el pelo y colocado el broche enjoyado, que su abuela le heredo antes de fallecer; sabía que tenía puesto los aretes de calidad que le robó a un drogadicto en el trabajo; y, sobretodo, sabía que había tenido el mayor orgasmo de su vida no hacía mucho. Sabia y recordaba los acontecimientos que la habían llevado hasta donde estaba en el presente, pero, aun así, le sorprendió y horrorizo comprobarlo.

    Instantaneamente, rememoró una ocasión en la que ella y Morgan, su compañero de patrulla asignado esa noche, fueron llamados por un Codigo 14-82, entre las calle Trinity Pl. y Stuart Saint, justo detrás del Fairmont Copley Plaza, el famoso hotel turistico del Districto de Back Bay. Ambos policiias no tardaron en llegar al lugar de los hechos y encontrarse con las perpetradoras del crimen: dos prostitutas, una joven latina que no hablaba ingles y una afroamericana treinteañera, que vestian indumentarias sugestivas para incitar a los degenerados que estaban dispuestos a pagar por ellas a cambio de un favorcito. Ninguna se resistió al arresto.

    Rebecca, quién por aquel entonces acaba de salir a patrullar las calles como Oficial de policia legalizada, se prometió una cosa al ver a esas prostitutas con esa clase de ropa: nunca se iba a vestir como ramera, ni por todo el dinero del mundo. Sin embargo, ella romperia su promesa más adelante, cuando descubriera lo satisfactorios que podian ser los hombres en realidad

    Pero las veces en que me vestí con lenceria no se acercaban a lo que estoy usando, recapacito exasperada, mientras tocaba las prendas. Esas putas del Hotel Fairmont vestian ropa más decente que esta.

    Ella llevó la mano derecha a su cara y se quitó los restos de rímel corrido y polvo que yacían allí. Seguía perturbada por su propia visión, le incomodaba usar esto; en realidad, no le gustaba vestirse con ropa interior sexy. Salvo que fuera para una ocasión muy especial, como coger con un buen ejemplar de hombre, u obtener favores, como pasa con el viejo Higgins cuando ella necesita seducirlo para pedirle un favor a él, o a La Familia. Estaba molesta consigo misma por pensar que vestirse como prostituta era, de alguna retorcida manera, mucho mejor idea que usar la ropa deportiva de antes.

    Estaba inquieta.

    Ella termino de correrse el maquillaje y se quedó viendo su reflejo, trataba de cubrir sus senos con un brazo, por el temor a que se callera el sujetador sin tirantes que tenía puesto, mientras se comprobaba el húmedo y oscuro manchón que era visible en sus bragas de color purpura con bordes floreados en negro. Apenas reparó en los grilletes de cuero sujetos a sus muñecas.

    Otra vez tenía esa sensación de Deja Vu, la misma que había sentido varias veces desde la tarde. Ese efecto que ya había sentido con anterioridad el día de hoy: la impresión de despertar de un sueño luego de que le arrojaban un balde de agua fría. O una pesadilla en este caso.

    La misma sensación que tuve en los vestidores femenino, después de mamarle la verga a ese cerdo de Grifth; en el estacionamiento, después de darme cuenta de que estaba semidesnuda en un espacio público; en el pasillo, después de volver a desvestirme porque tenía calor; ahora mismo, en mi apartamento, después de vestirme con esto, preparar una comida que odio y correrme como una loca gracias a…

    Un leve tirón en su cuello la sacó de su reflexión.

    Fue ahí cuando recordó que llevaba puesto ese collar de perros que recibió ayer por correo, el mismo que había tirado con repulsión a la basura, junto a la carta que decía: <>, por lo ofensivo que resultaba para ella. Odiaba que la llamaran Becca, un diminutivo de su nombre que le parecía infantil y estúpido. No obstante, ahora llevaba puesto un collar con ese apodo inscrito en una chapa, después de que ella lo buscará en el bote de basura de la cocina, porque de alguna ridícula manera creía que iba a alcanzar una especie de trascendencia de belleza divina -junto con la ropa interior, el calzado y demás cosas- simplemente por ponérselo en su cuello.

    Esto suena tan patético, pensó para si misma con rabia.

    Otra cosa apareció en su mente. Algo importante, pero otro tirón del collar, la forzó a dejar de lado ese pensamiento y darse la vuelta. Entonces, entendió que era aquello tan importante.

    Ella se quedó paralizada ante lo que veía. No ante la correa de cuero de varios metros que estaba enganchado a su collar. Ni por el hombre sentado, de unos cuarenta años, que sostenía dicha correa y le sonreía con presunción y regocijo. Ni siquiera por fijarse que ese mismo hombre era el que había visto en su auto cuando volvía de la Estación esa tarde. No, no se quedó paralizada por esos detalles, sino porque delante suyo se hallaba un hombre que literalmente tendría que estar muerto y cuyo nombre completo estaba inscrito en el reverso del medallón de “su collar”, cómo el propietario de Becca.

    Rebecca Harper lo observó atónita. Justo frente a ella, sentado en una de las sillas de caoba, mientras comia un sándwich de langosta, que la misma mujer le había preparado, estaba Jeremy Peterson. El hombre al que Rebecca había matado hace unos meses atrás.

    -Seguro que tienes preguntas. Como siempre -dijo él tranquilamente, restándole importancia a la expresión de rabia pura que se formó en el rostro de la Oficial Harper, después de reemplazar su cara de estupefacción. Ella estaba a punto de desatar un infierno de insultos sobre Jeremy, pero este hablo antes de que está pudiese mover los labios. -Aunque, primero voy a terminar mi cena; deliciosa, por cierto, y luego tendrás mi beneplácito para conversar. Así que, no hables y quédate quieta, ya sabes que posición adoptar, Becca.

    Rebecca Harper. La Oficial del Departamento de Policía de Boston. Una mujer llena de orgullo. Una bostoniana con un temperamento tal que cuando se enfurecía podía evocar una ferocidad equiparable a una pantera salvaje. Una chica dura, fuerte, independiente y, a veces, hasta cruel. Alguien que había matado a cinco personas, cuatro realmente, en distintas ocasiones, en distintas circunstancias, de las formas más crudas y dolorosas; simplemente porque le gustaba extender el dolor de aquellos que consideraba basura para la sociedad. Una mujer así, con todas estas facetas, no estaba hecha para ser dominada, mucho menos por un cobarde como Jeremy Peterson.

    Eso es lo que su sentido común, su mente, inquirió. Por desgracia, su voluntad ya había decidido por ella.

    Por lo que Rebecca Harper, se limitó a obedecer. Incluso si no quería.

    Continuará…

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    Antes que nada, me disculpo por adelantado si encontraron algún error de ortografia en el relato.

    Bueno, he aquí la continuación de mi primer relato (Deosamo: Mala Jornada), me gustaría saber que opinan ustedes de mi narrativa; de los personajes; los dialogos, escasos por ahora; y la situación que planteo en la historia. Apenas empiezo a escribir casi decentemente, y el saber de mis fallos me ayudaría a mejorar mi forma de narrar e idear una historia.

    Gracias por leer mi relato.