Escritura Creativa. (Parte 2)

Tema en 'Cementerio De Temas' iniciado por Elodin, 27 Sep 2010.

  1. Elodin

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    Capítulo: Naturalidad - El estilo formal

    Un estilo natural es el que surge del vocabulario y del nivel lingüístico de la persona que escribe, y no a través de expresiones y términos prestados. La misma expresión puede resultar natural surgida de un adulto y artificiosa de un niño, porque quizá en el primero se amolda al resto del escrito y en el segundo destaca el texto como un dromedario en el Congreso de los Diputados.

    Vamos a ver a continuación algunos estilos prestados y vicios perniciosos que dificultan que las personas saquemos a la luz la naturalidad de nuestro lenguaje.

    Para ello, se resumen a continuación los cuatro estilos a los que suele tender nuestra escritura cuando comenzamos a escribir, y que Ángel Zapata analiza en profundidad en su libro La práctica del relato. Manual de estilo para narradores:

    1.Estilo formal: el estilo formal estamos hartos de leerlo. Sería el de los textos administrativos y el de los manuales de instrucciones, el de las actas empresariales y el de los libros de texto. En narrativa, es un recurso que se emplea alguna vez en la literatura del siglo XIX y muy poco en la del XX. Y por regla general lo que garantiza es un aburrimiento mortal del lector. Curiosamente, es un estilo que se nos pega con increíble facilidad, como una especie de pelusa de modorra que le sale a la prosa casi sin poder evitarlo. Sin embargo, más vale ser consciente de cuándo lo estamos usando (nosotros y los demás) y evaluar si es acertado su uso en esa ocasión.

    Un ejemplo de escritura narrativa en la que predomina el tono formal podrían ser estos párrafos:

    Después de la excitación inicial -lógica en esa situación- nos pusimos a charlar. Al poco rato nos dimos cuenta de que nuestro encuentro no había sido casual. A pesar de que ella tenía muy claras sus intenciones, y así me lo repitió varias veces, aquella tarde nos confesamos mutuamente nuestras penas, y empezó esta relación que ha dado un vuelco a mi vida. [...]

    Al cabo de dos o tres encuentros llegué a la conclusión de que ella había decidido borrar de su mente cualquier posibilidad de mantener una relación estable con un hombre. No sé qué experiencias llegó a tener, pero empecé a pensar que no me explicaba con detalle sus relaciones pasadas.

    En este fragmento la redacción es clara, y las ideas y los hechos quedan expuestos con nitidez. Y sin embargo falla el tono. Al leer estos párrafos -es cierto- sé lo que ha ocurrido entre los dos protagonistas. En cambio no lo siento ni lo imagino, porque los hechos están contados desde la lejanía anónima que lleva aparejado el tono formal. La historia nos llega con la misma distancia que una carta de cualquier institución.

    Capítulo: Naturalidad - El estilo enfático

    2.Estilo enfático: por oposición al estilo formal, podríamos decir que el estilo enfático implica una cercanía excesiva entre el autor y sus lectores... El autor enfático más que contar las cosas se las grita al lector en el oído; narra su historia a voces. Aunque en momentos aislados este recurso puede ser de utilidad, tomada como estilo, como rutina expresiva, la escritura hiperbólica es un obstáculo para el aprendizaje.

    Podemos observarlo en este párrafo:

    Intentaré, si puedo, arreglar mi habitación, que huele a podredumbre. Las sábanas tienen un tacto viscoso, viscosidad repulsiva de lagarto. Al pasar las manos por el cabezal de madera intentando atrapar su frescor, rezuma una baba que me sacude. Mi cuerpo exuda miasmas de agua estancada. Siento asco, y no puedo controlar el vómito que se esparce por el piso. Líquido rosa de mi interior, incontenible, pringoso.

    El efecto estilístico de este párrafo resulta abrumador. Se trata de un párrafo bien escrito, pero el asco lo invade todo: la habitación, los objetos que contiene, las sensaciones y las reacciones del personaje. Lo repulsivo queda tan enfatizado en la prosa, que satura al lector hasta hacerse inverosímil.

    3.Estilo retórico/poético: el exceso de retórica vuelve ilegibles los textos y el lirismo es fácil que empalague. Sin embargo, esta es otra tendencia que nos amenaza cuando escribimos algo supuestamente literario. El propio Borges, el colmo de la sobriedad, en sus textos primerizos resultaba bastante cargante. Son líricos, retóricos y, en definitiva, artificiales. Veamos un ejemplo de una de sus obras de juventud («El tamaño de mi esperanza»):

    Hace ya más de medio siglo que un paisano porteño, jinete de un caballo color de aurora y como engrandecido por el brillo de su apero chapiao, se apeó contra una de las toscas del bajo y vio salir de las leoninas aguas (la adjetivación es tuya, Lugones) a un oscuro jinete llamado solamente Anastasio el Pollo, y que fue tal vez su vecino en el antiyer de ese ayer. Se abrazaron entrambos y el overo rosao del uno se rascó una oreja en la clin del pingo del otro, gesto que fue la selladura y reflejo del abrazo de sus patrones. Los cuales se sentaron en el pasto, al amor del cielo y del río y conversaron sueltamente y el gaucho que salió de las aguas dijo un cuento
    maravilloso.


    Aparte del vocabulario y la ortografía criollistas, el texto tiene tal densidad retórica (metáforas, metonimias, culteranismos, arcaicismos), que la prosa se convierte en un auténtico jeroglífico.

    Capítulo: Naturalidad - El estilo asertivo

    Continuamos hablando de la naturalidad, concretamente del estilo asertivo.

    4.Estilo asertivo: el estilo asertivo sería aquél que se apoya casi continuamente en la afirmación, y representa un obstáculo para la naturalidad de la prosa porque las personas no solemos hablar así, mediante escuetas afirmaciones, sino que nuestro discurso está lleno de matices.

    En el estilo asertivo se prescinde del todo de la subjetividad y las emociones del emisor, y puede ser apropiado para un informe técnico, una noticia del periódico o cualquier texto en donde prime el valor informativo, pero no para la narrativa.

    Veamos el siguiente párrafo:

    El mechero escupió una luz azul y amarilla y el cigarrillo comenzó a desvanecerse en una ascendente y fina capa de humo grisáceo. Tras la primera calada me dejé arrastrar por el efímero deleite del sabor amargo de la nicotina y recordé aquella sensación de mareo vertiginoso en espiral que me había producido mi primer pitillo [...] Recorrí con la vista la habitación. Las cosas permanecían en esa eterna mudez que produce miedo. Todo estaba estática y estéticamente preparado: las patas de la silla milimétricamente separadas de las juntas de las baldosas, la soga a un metro sesenta del asiento, las cortinas echadas, el ánimo vencido.

    El narrador va afirmando una serie de hechos, y los afirma sin vacilación alguna, sin apenas matices. No hay dudas en su voz, ni reticencias, ni ironía, ni amargura. Ni siquiera escuchamos una voz, sino una enunciación impersonal, casi mecánica. Por expresarlo de algún modo: el narrador no transmite a sus lectores la conciencia viva de estar contando algo.

    Vamos a ver, en las antípodas del estilo asertivo, un párrafo de J. D. Salinger, perteneciente a su relato «El periodo azul de Daumier-Smith»:

    Mi padre y mi madre se divorciaron durante el invierno de 1928, cuando yo tenía ocho años, y mi madre se casó con Bobby Agadganian a fines de esa primavera. Un año más tarde, en el desastre de Wall Street, Bobby perdió todo lo que tenían él y mamá, excepto, al parecer, una varita mágica.De todos modos, prácticamente de la noche a la mañana, Bobby se transformó de ex agente de Bolsa y vividor incapacitado en un tasador vivaz, si bien algo falto de conocimientos, de una sociedad norteamericana de galerías y museos de arte independiente. Unas semanas más tarde, a principios de 1930, nuestro terceto un poco heterogéneo se trasladó de Nueva York a París, más conveniente para el nuevo trabajo de Bobby. Yo tenía a los diez años un carácter frío, por no decir glacial, y tomé la gran mudanza, por lo que recuerdo, sin ninguna clase de traumas. La mudanza de vuelta a Nueva York, nueve años después, a los tres meses de la muerte de mi madre, fue lo que me alteró, y de un modo terrible.

    Si nos fijamos bien, a través de expresiones como «al parecer», «prácticamente», «si bien», «un poco», «porno decir», «por lo que recuerdo» o «de un modo terrible», el protagonista va matizando sus afirmaciones. Decir que un personaje se transforma de la noche a la mañana supondría una aserción rotunda. En cambio, decir que se transforma prácticamente de la noche a la mañana, no sólo resulta mucho más verosímil... sino que indica que el narrador está vivo.

    Podríamos decir que el propio narrador no suscribe al cien por cien algunas de sus afirmaciones; que a la vez que cuenta su historia, dialoga con ella y consigo mismo. Estos elementos que hemos señalado se llaman «modalizadores», y su función dentro de un texto escrito consiste justamente en restar peso a los enunciados rotundos. «Tal vez», «casi», «quizá», «algunas veces», «en cierto modo», «algo», «un poco», «en parte», «podría ser», «hasta donde yo sé»... son algunos de los modalizadores más frecuentes; y la diferencia entre las dos frases que veíamos al principio estriba en el uso o la omisión de este tipo de elementos.

    Propuesta de trabajo.- Despoja a los párrafos con que se ejemplifica en esta lección el exceso de formalismo, énfasis, retórica y asertividad, traduciéndolos, además, a tu propio estilo y lenguaje. Da igual que varíe en alguna medida el significado; importa, más que nada, lograr dar la vuelta al estilo en el que están escritos.

    Capítulo: La visibilidad (I)

    Si paseamos por el campo con nuestro amigo Pepe, que es biólogo, y nos dice: "Mira, eso es un arce", la imagen de ese árbol que se mece ligeramente con el viento quedará unida para siempre en nuestra mente con la sonoridad del significante que la representa (/arce/), de una forma mucho más potente y útil, sin duda, que si buscamos arce en el diccionario y leemos: "(Del lat. acer, aceris.) m. Bot. Árbol de la familia de las aceráceas, de madera muy dura y generalmente salpicada de manchas a manera de ojos, con ramas opuestas, hojas sencillas, lobuladas o angulosas; flores en corimbo o en racimo, ordinariamente pequeñas, y fruto de dos sámaras unidas".

    Palabras e imágenes están, pues, indisolublemente unidas, hasta tal punto que nadie podría poner la mano en el fuego a la hora de afirmar si su pensamiento discurre en palabras o en imágenes. No en balde la figura retórica más usada en literatura es la metáfora, que no consiste sino en la transformación de un concepto (que, por su abstracción o su importancia necesitamos evidenciar) en una imagen que lo representa y al mismo tiempo lo renueva y fortalece. "La metáfora viene a ser la bomba atómica mental", dice Ortega y Gasset, y con ello hace uso a su vez de una metáfora para crear en la mente del lector una imagen que cristalice el término. Mucho más últil para acercarnos el concepto, qué duda cabe, que la definición que nos ofrecen los manuales de retórica: "Figura importantísima (principalmente a partir del barroco) que afecta al nivel léxico-semántico de la lengua y que tradicionalmente solía ser descrita como un tropo de dicción o de palabra (a pesar de que siempre involucra a más de una de ellas) que se presenta como una comparación abreviada y elíptica (sin el verbo)".

    Si nuestro amigo del alma nos dice "Estoy fatal", no descansaremos hasta que nos explique con más detalles a qué se refiere. Y hasta que no logremos sacarle algo similar a "Es como si me estuvieran perforando el estómago con un taladro" no estaremos en disposición de consolarle.

    De forma que nos movemos constantemente de la palabra a la imagen, de la imagen a la palabra, con una soltura tal que nos resulta difícil tratar a este matrimonio como entes separados. Ni falta que hace, pues si llamas a una se trae a la otra de la mano, y viceversa.

    Capítulo: La visibilidad (II)

    John Gardner dice que la narración ha de provocar "un sueño vívido y continuo" en el lector. Leamos sus palabras:

    Si el escritor entiende que las historias son ante todo, historias, y que el mérito de las mejores es dar origena un sueño vívido y continuo, raro será que no se interese por la técnica, ya que la mala técnica es lo que más rompe la continuidad e impide que dicha ilusión se desarrolle. Y no tardará en descubrir que cuando manipula deslealmente lo que escribe -forzando a los personajes a hacer cosas que no harían si se vieran libres de él; introduciendo demasiado simbolismo (con lo que disminuye la fuerza de la narración al quedar excesivamente dirigida al intelecto); o interrumpiendo la acción para moralizar (por importante que sea la verdad que desee predicar); o "inflando" el estilo hasta el punto de que éste destaque más que el más interesante de los personajes-, el escritor, con estas torpezas, estropea su creación.

    De modo que cuando el lector deja de visualizar imágenes y acciones para encontrarse con simples palabras una detrás de otra (como en el diccionario) el autor ha fracasado. Al contrario, cuando el escritor consigue mantener al lector en un mundo de imágenes rico y coherente a lo largo de todo el relato, ha triunfado en su objetivo.

    Pero demos ahora la vuelta a la tortilla. Para conseguir crear en la mente del lector ese sueño vívido y continuo del que habla Gardner, el autor ha de visualizar antes, de forma detallada y concienzuda, las escenas de su relato. Para ello, ha de acudir a todo el caudal de imágenes -vividas o soñadas- que se almacenan en su cerebro, a las instantáneas captadas en el andén del metro o en la pescadería, a las películas vistas o a los sueños recreados por otros escritores en sus lecturas.

    Si vamos un poco más allá, podemos decir que las imágenes son una fuente inagotable de inspiración para el escritor, pues la fuerza descriptiva de lo que nuestros ojos ven hará saltar la chispa de miles de historias encerradas en un ademán, la mirada de un niño o la forma en que el quiosquero se apoya, perezoso, sobre lapila de los periódicos del día. Así que, cuando sintamos la necesidad impostergable de escribir pero nuestra mente aletargada no dé con un tema o una idea de arranque, no tenemos más que acercarnos a la exposición de fotografías más cercana para que nuestro cerebro, ya preparado para ello, empiece a desentrañar las narraciones que envuelven las imágenes que pasen ante nuestros ojos.

    Capítulo: El ritmo del discurso (I)

    Aunque puede parecer que la cuestión del ritmo es más importante en la poesía que en la prosa, no es así. Es verdad que en prosa el ritmo puede ser más libre (más abierto a diferentes combinaciones) que en un poema, pero no menos importante.

    El ritmo de la voz del narrador ha de amoldarse a lo que nos está contando. Si el ritmo está descompensado, el lector percibirá cierta somnolencia ante la monotonía de las frases o le entrará tal taquicardia que dejará el texto para hacerse una tila o irse a la cama.

    El ritmo vendrá marcado por varios factores. El primero será la longitud de las frases. Las frases largas están muy bien para hablar de sentimientos, por ejemplo, al estilo de Proust, pero no para la novela negra o el discurso publicitario. Actualmente se tiende a acortar las frases porque la vida -y por tanto la realidad escrita- es más acelerada. Vivimos deprisa, queremos saber las cosas rápido, nos pierde la impaciencia. Por otro lado, si el narrador está contando una persecución, más vale que lo haga con frases cortas, concisas, para que el tiempo del discurso no sobrepase con creces al tiempo de la acción; las oraciones cortas dan velocidad al texto. Si lo que nos está relatando, por el contrario, es la contemplación de un paisaje, se podrá recrear en oraciones largas y calmosas. En general (y respetando el estilo propio), conviene ir alternando frases largas y cortas, para evitar la monotonía o el frenesí.

    La longitud de los párrafos también influirá en el ritmo del relato. Conviene no cansar al lector con párrafos quilométricos, ni hacerle saltar constantemente de uno a otro. Con todas las excepciones que pueda imponer cada narración, valga como norma general la misma que con las frases: alternar párrafos largos y cortos dará un ritmo variado al texto, como en las sinfonías los tramos lentos y rápidos.

    Otro factor que regulará el ritmo es la subordinación o coordinación de las oraciones. La subordinación crea, en general, un efecto acumulativo (las oraciones subordinadas se van acumulando sobre la oración principal, engordándola y cubriéndola de matices significativos). La coordinación, por su parte, proporcionará reiteración (y, y, y; ni, ni, ni) y sucesión de los acontecimientos (Cogí el abrigo y me marché, y ella se quedó allí, y yo creo que todavía estará allí, cubierta ya de telarañas).

    Capítulo: El ritmo del discurso (II)

    Vamos a ver un ejemplo de ritmo en unos fragmentos de un cuento de Gabriel García Márquez («El avión de la Bella Durmiente»). Dejaos llevar por la melodía maravillosa de la voz del narrador:

    Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales de color de las bugamilias. «Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida», pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.
    [...]


    El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los viajeros expertos. «Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería», pensé. Y apenas si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió.

    Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no la despertara por ningún motivo durante el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.

    Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.

    Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por una azafata cartesiana que trató de despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oírde ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, y aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.
    [...]


    Como podéis observar, en este relato de melodía exquisita predominan las frases largas y coordinadas (y, y, y), pues la historia nos transmite una sucesión de acontecimientos, el transcurso de una noche de amor. Esa es la música de fondo de la voz del narrador. No obstante, se cuida bien de introducir de vez en cuando frases cortas que nos espabilan y rompen la letanía como toques de platillos («Me quedé sin aliento», «Fue un viaje intenso»...), así como frases subordinadas en la que los matices se superponen acumulativamente («Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado»). Asimismo, nos encontramos a lo largo del relato con párrafos cortos, de longitud media, y largos.

    Por supuesto, el ritmo de la voz del narrador tiene mucho que ver con el estilo del escritor, pero también en buena medida con la historia que nos cuenta, y con la habilidad para evitar la monotonía o la dispersión. En conjunto, los relatos son como una sinfonía, con un ritmo de fondo y variaciones que se van desarrollando en consonancia con el contenido. Son técnicas que el escritor usará, en general, de forma intuitiva, pero que a la hora de revisar habrá de tener en cuenta.

    Propuesta de trabajo (una persecución).- ponte en esta situación: vas por la calle una noche, alguien sale de una bocacalle y se pone a perseguirte, tú echas a correr. Se produce una persecución. Narra esa escena.

    A continuación, fíjate en el ritmo del discurso. ¿Qué longitud tienen las frases? ¿Cambiaría el ritmo si fueran más cortas o más largas? ¿Cómo crees que se podría mejorar el ritmo de la historia?
     
  2. Ermitaño

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    Ta' bueno. Para muchos quizás sea redundar, pero nunca está demás tener a mano estas orientaciones.

    Saludos.

    PD: Este hilo me pareció más práctico que el primero.