EL EROTÓMANO. CAPÍTULO PRIMERO.- . Como en un sueño advertía ella que los dedos de mi padre le desabrochaban el escote, entreabrían el corsé y acariciaban sus anhelantes senos, donde los pezones bermejos se erguían de un modo muy voluptuoso. Mientras le susurraba palabras de halago, mi padre desprendía el cinturón del vestido, exploraba los cierres del talle, desabotonaba los largos puños de las mangas y, ayudado por ella, le quitaba el vestido por arriba y las enaguas por abajo. La sensible abertura femenina se humedecía al notar el aleteo de unos dedos. En pleno éxtasis, ella tomaba su orgulloso apéndice -momento en que, en mi evocación, yo asía el mío- y lo guiaba hacia el resbaladizo vestíbulo. Mi padre se arrodillaba en la cama, con los muslos tensos y los tobillos de ella en las manos. La levantaba un poco y, en una posición extrañamente vertical, se zambullía en ella, encaramado de tal modo que podía observarse a sí mismo haciéndole el amor. -iOh, qué bueno! -jadeaba la extranjera con voz trémula, mientras el dardo vehemente de mi padre resbalaba en su interior y se agitaba hacia dentro y hacia fuera, como el pistón de una máquina de vapor o el émbolo de una jeringuilla de grueso calibre. -iOh, qué bueno! -gemía. yo, y me erguía sobre la punta de los pies mientras una lluvia perlada brotaba de mi miembro palpitante y saltaba al vacío, en pos de un elusivo fantasma. Mi padre era, como yo, un hombre extraordinariamente sensual. Creo que se enamoró de aquella emigrada polaca por su rareza y por su aire inaccesible, que para alguien menos apasionado hubiera constituido tal vez un indicio de locura. La cuidó y la mimó, se casó con ella, le entregó su posición y su nombre. Ella, en cambio, nunca le confió el misterio de su llegada a Francia, y se negó a hablarle de su pasado. Reconocía él los distintos placeres del cálido vientre que sentía bajo el suyo, de los tiernos senos que aplastaba contra su pecho, de la caricia íntima que lo llevaba hasta la culminación, pero ella no desvelaba su secreto y seguía escapándosele. Era como si supiera que aquella felicidad era provisional, y que alguien llegaría desde muy lejos y acabaría arrebatándosela. A los dos años de vida conyugal nació Muriel, y poco después la polaca desapareció y cerca del mar encontraron su cadáver desnudo. Había cogido un caballo de las cuadras, lo había montado a pelo y, tras galopar toda la noche bajo la lluvia, se había caído al saltar una valla y se había desnucado. Nadie se explicaba cómo había podido cabalgar durante una distancia tan larga sin ser vista, ni por qué iba desnuda, ni hacia dónde se dirigía. Contaba Anne-Marie que los perros de la mansión también habían desaparecido, y que nunca volvieron. Todavía no se habían acallado las habladurías sobre aquella muerte cuando mi padre se casó de nuevo, esta vez con una bordelesa muy joven, mi madre. Pero él añoraba a la polaca, y se desesperaba por no haber conseguido entenderla. Decía de ella trivialidades insignificantes, siempre las mismas, y nunca nos aclaraba lo que realmente nos hubiera gustado saber: si creía que ella le amaba de verdad y si era cierto que parecía vivir con un presentimiento o un temor constante. Mi padre guardaba muchas cosas de ella en un cajón de su escritorio: un bucle reluciente, un frasco lleno de medias lunas de uñas, unas zapatillas de charol con el empeine emplumado, un perfume, Saoko, que más de una vez, cuando se creía a solas, le vi aspirar con ojos extraviados. Tenía yo diez años, y las escenificaciones del encuentro entre mi padre y la bella polaca aún estaban lejos de servirme como pretexto para mi propio placer cuando, una noche, me desperté evocando el roce continuo de una vulva abierta y espumeante con la crin y el lomo lustroso de un caballo al galope, y eyaculé por primera vez. A cada oleada de placer, un casco golpeaba el suelo con dureza y mi camisón de lino se humedecía. En algún momento había añadido a mi ritual la costumbre de susurrar los nombres femeninos que acudían en tropel a mi mente, y que no correspondían a ninguna de las mujeres que conocía. -Sophie..., Justine..., Justine..., Nicole..., Nicole... -jadeaba. Ya me sentía incapaz de contener la marea que amenazaba con desbordar el dique cuando se abrió la puerta, que en mi lujuriosa precipitación había olvidado cerrar, y entró Anne-Marie. Volví la cabeza hacia ella, boquiabierto y confuso, pero no había poder capaz de impedir que mi cuerpo empezara a bascular en una convulsión de éxtasis. -Nicole... ¡Anne-Marie, Anne-Marie! -murmuré entre dientes, mientras me derramaba. -iOh, Señor! -dijo ella, sin dejar de mirar mi declinante erección- Esto explica muchas cosas, Monsieur Pierre. -No es lo que parece, Anne-Marie -balbucí. -Monsieur Pierre, no tiene por qué excusarse. Es normal a su edad... Todas las mujeres de esta casa sabemos cómo se le van los ojos detrás de unas piernas. Pero, si al menos me hubiera dicho lo que hacía con la ropa de su madre, no me habría preocupado tanto, y habría pensado cómo podía usted desahogarse sin que yo tuviera que lavar y planchar de más. Acérquese. Tirando con delicadeza de mi pene fláccido me llevó hasta la jofaina y me lavó y secó como al niño que realmente era. -No le dirá nada a mi madre, ¿verdad? -No, pero tiene que prometerme que a partir de ahora se portará bien y no me hará trabajar tanto. -Se lo prometo. -¿Puedo hacerle una pregunta un poco indiscreta, Monsieur Pierre? -Claro, Anne-Marie. -Todo el mundo sabe que los muchachos alivian su tensión sexual empleando las manos. Usted tiene once años, lo que no deja de ser un poco temprano. ¿Hace mucho que practica con su violín? -En realidad, no lo sé. No me parece mucho. Primero empecé a correrme por las noches, y luego me di cuenta de que podía provocarlo y hacerlo en cualquier momento del día. -¿Y usa esta ropa porque le resulta más agradable? -Sí, eso es. La ropa me ayuda a imaginar que lo hago con una mujer. -iCuánta energía desperdiciada! Los dedos de Anne-Marie continuaban tocando y acariciando mi verga laxa, que empezaba a crecer y a endurecerse. Sin dejar de mirarme, fue hasta la puerta, corrió el pestillo y redujo la luz del candil. Luego recogió la ropa, la colocó en una silla y volvió a jugar con mi inquieto báculo. -Qué pronto ha recuperado su vigor, Monsieur Pierre. Es formidable. La cabeza se vuelve púrpura y su pequeño ojo vuelve a abrirse. ¿Le gustaría que le ayudase? -Me gustaría mucho. -Ponga la mano entre mis piernas. Obedecí, agradecido. Mis dedos se introdujeron bajo la falda del uniforme y palparon la suave cara interna de los muslos. Como Anne-Marie no llevaba nada bajo la falda, llegué sin trabas hasta el espeso vellón rizado y acaricié, maravillado, los carnosos labios entreabiertos. Fuera, en el jardín, sonó el irónico ulular de una lechuza. -¿Le agrada? -me preguntó Anne-Marie con dulzura. . -Oh, sí, sí, mucho. Es tan cálido y húmedo... Con su mano libre, ella tomó mi muñeca y me guió hasta que sentí un pequeño botón bajo mis yemas. . -Este es el lugar más importante -susurró-. Acarícielo despacio y luego baje por aquí, así, y vuelva a acariciarlo después de trazar un círculo. iBien, bien! Está aprendiendo muy aprisa. Sin soltar mi enhiesto cayado, Anne-Marie empezó a temblar y a suspirar. Un flujo acuoso, procedente de sus entrañas, me regó los dedos. La idea de que yo era el causante de tanto placer me llenó de orgullo. -iAh, sí! -gimió-. iSí, sí, sí! Su vientre tembló y su espalda se arqueó brevemente. Durante unos instantes se balanceó sobre sus tacones, en medio de violentas convulsiones y jadeos. Su orgasmo fue la mecha que propició el mío. Anne-Marie me hizo girar un poco, para que no eyaculara sobre ella, y con sabiduría inigualable me administró el coup de gráce, la media docena final de meneos que necesitaba. -iAh, ah! -murmuré en pleno delirio, presa de aquella mano aferradora. Antes de irse, la doncella me lavó y secó de nuevo, y me metió en la cama. Luego recogió la ropa de la silla y, ya con la mano en el pestillo, se volvió hacia mí. -Es usted un muchacho vigoroso, Monsieur Pierre. Cuando crezca, hará felices a muchas mujeres. Otros días exclamaba: -iOh! iQué pistolita tan fascinante la suya, Monsieur Pierre! Siempre lista para un nuevo disparo. Me exprimía a fondo, y luego se iba pretextando que estaba cansada o, si yo insistía, me dejaba interpretar otra melodía en su joyel. Sentado al borde de la cama ante ella, que seguía de pie con la falda levantada, deslizaba los dedos en su gruta untuosa y rosada y hacía titilar su botón de amor como me había enseñado. La visión de sus convulsiones se me antojaba tan arrebatadora que me hubiera gustado prolongarla durante horas. Me parecía que de su entrepierna brotaba un ligero clamor, que no podía ser sino el de su orgasmo. Como todavía intentara retenerla, me amonestaba medio en broma: -¿Cómo? ¿Aún no tiene bastante? iEs usted insaciable! -La deseo tanto... Si no me ayuda, tendré que aliviarme yo mismo y volveré a dejarlo todo perdido. Aunque casi siempre hacía caso omiso de mis ruegos, en ocasiones accedía y conseguíamos darnos mutua satisfacción por tercera vez. Es curioso: su boca apenas me interesaba. Habiendo besado a alguna niña, y también a mi hermana, sin gran placer, creía que el beso era un testimonio de afecto más que un medio de goce. No recuerdo haber besado a Anne-Marie y no logro evocar con claridad su cara, pero la sucesión de paisajes genitales que he contemplado a lo largo de mi vida no me impide rememorar los adorables pliegues de carne bajo los rizos de su pubis cobrizo. La voluptuosidad, que crece con la costumbre, se aviva con los cambios. Yo le pedía que se acostara conmigo en la cama, que me permitiese verle los senos o acariciados mientras me masturbaba, que me dejara arrodillarme entre sus muslos separados y penetrar en el resbaladizo umbral con mi verga. Siempre se negaba, pretextando que la sencillez de nuestro ritual amoroso hacía que se sintiera más segura. No me importaba mucho, la verdad, porque en lo referente a la carne jamás se dan hechos idénticos, y menos en plena juventud, cuando el placer nos deslumbra con mayor fuerza. Sabía que tenía novio desde hacía tiempo, y una noche le pregunté si era virgen. -iClaro que lo soy! ¿Por quién me ha tomado? -se escandalizó-. Una es virgen mientras no deja que los hombres entren dentro de ella con su pistola. Yo sólo les he dejado hacerlo con el dedo. Y eso que, como ve, no me faltan tentaciones. Si una quisiera... Me contó que con su novio hacía igual que conmigo: se masturbaban mutuamente. La diferencia principal era que a él le gustaba ser ordeñado deprisa y con movimientos enérgicos; acababa enseguida y se preocupaba tan poco del placer de ella que a menudo la dejaba insatisfecha. Lo que le agradaba de mí es que continuaba estremeciéndome durante largo rato, como si apurara el goce, y parecía disfrutar tanto con lo que le hacía a ella como con lo que ella me hacía a mí. Le pregunté también si no encontraba mi ariete demasiado pequeño, en comparación con el de su novio. -No, Monsieur Pierre, se equivoca -me respondió-. Marcello tiene más grueso, pero el suyo es casi igual de largo, y es de esperar que con tanto ejercicio continúe creciendo durante mucho tiempo. Además, el de usted es más elegante. Con todas esas venas y resaltes, y esa terminación en punta, es como uno de esos colmillos de marfil labrado que se ven en las tiendas de antigüedades. Una noche, con el rostro más congestionado que de costumbre, me anunció que estaba embarazada. La noticia me impresionó mucho, pero no tardé en argumentar que, a mi entender, yo no podía ser el causante. -No se preocupe, Monsieur Pierre -me dijo con dulzura-. Claro que no es usted. Aunque algo de culpa sí que tiene porque su insistencia hizo que acabara concediéndole a Marcel lo que a usted le negaba. Me contó que iban a casarse, y que se alegraba de que hubiera ocurrido porque ya tenía más de treinta años, y de otra forma su novio no se habría decidido nunca. Comprendí que la perdía. Viéndome llorar, como un niño a quien le arrebatan los juguetes, me hizo un último regalo: me permitió ver sus senos y hasta depositar un beso en cada uno de aquellos cálidos globos de un blanco crema, por donde corrían minúsculas y deliciosas venas azules. -Vas demasiado lejos -murmuró, coqueta, tuteándome por vez primera, cuando vio que los pezones se erguían en sus aréolas. Me masturbó por última vez y se fue. Durante algún tiempo me consolé con las caricias de su media vacía, pero pronto descubrí que nadie podía completar mi iniciación mejor que mi hermana. Me fascinaba ver cómo mi madre se ponía las medias de distintos colores y se ajustaba las flechas, espigas o franjas con motivos florales que ascendían por las pantorrillas y se perdían en alturas que producían vértigo. A veces, ya engalanada, cruzaba las piernas y me invitaba a jugar al caballito. Me tenía algún tiempo balanceándome sobre su espinilla, las manos apoyadas en su rodilla redonda, y luego me abandonaba, tras despertar en mí emociones que yo no sabía cómo desahogar. Cuando llegaban visitas femeninas me deslizaba bajo las mesas y, semioculto por los manteles, atisbaba zapatos, tobillos y comienzos de pantorrillas, porque todavía era la época de las faldas largas. En ocasiones me atrevía a rozar aquellos objetos idolatrados y aquellos lugares seductores con los dedos, y me divertía comprobar que las damas favorecidas, al advertir que se trataba de un niño, casi nunca protestaban, y con frecuencia me dejaban hacer. Creció mi audacia, y alguna me permitió incluso descalzarla bajo la mesa, y extraer del botín un pie tibio y levemente hinchado, ceñido bajo la lengüeta de cuero negro y enfundado en una media de seda. Cuando pasé a tener cuarto propio, cada noche le pedía a mi madre que me dejara uno de sus zapatos, y me dormía mirándolo. Las burlas de mi hermana hicieron que renunciase a esa compañía, pero cuando Anne- Marie se fue volví a sentir esa necesidad. El problema era que ya no me atrevía a pedírselos a mi madre. Una tarde fui a ver a Muriel a su cuarto. Estaba sentada ante su tocador, arreglándose para cenar, y las piernas le asomaban por la bata entreabierta. Sufrí una suerte de conmoción, y en un instante mi hermana dejó de ser una joven a la que estaba obligado a soportar y se convirtió en alguien terriblemente deseable. [FONT="] [/FONT] CONTINUARÁ...