10 minutos de locura homicida condensada en esta historia ficticia, pero que por desgracia se produce cada cierto tiempo en universidades de EEUU. El bullying, el acoso y las presiones de una sociedad demasiado competitiva, junto a evidentes problemas mentales, a veces hacen que tanta rabia y sufrimientos reprimidos estallen en episodios de locura asesina. ¿Acaso no recuerdan la Masacre de la Escuela Secundaria de Columbine, la Masacre de la Sandy Hook de Connecticut, o la de Virginia Tech? Estas matanzas siempre terminan con el asesino loco que se suicida. Por si prefieren leerlo, les dejo la version escrita Las 12:00 del mediodía. Un estallido en la distancia dio a entender que la bomba casera, colocada en la cantina, había hecho su trabajo. Dylan Harris tiró el cigarro y se puso en marcha, metralleta en la mano. La primera persona en toparse con él fue Rona, esa animadora buenota que nunca quiso hacerle caso. Antes de que pudiera gritar el joven le abrió el tórax, mientras esbozaba una sonrisa malvada. Donde había estallado la bomba de seguro encontraría a más gente, atraída por la explosión. Y así fue. Chicos y adultos corrían de un lado para el otro; las caras ennegrecidas por la humareda que salía por los ventanales destruídos. Otros estaban en el suelo, martirizados por los cristales rotos. El olor a sangre se revolvió con los gritos; le llenó los sentidos. Sacó la escopeta de la mochila; era hora de rematar la faena. Deslizar el guardamano. Apuntar. ¡BANG! Ese tío en el suelo no volverá a levantarse. Esta otra, que alza las manos gritando ¿qué se piensa? ¡BANG! Adios a tu mano derecha, guapa. Recógela con una cuchara, si puedes. Deslizar el guardamano otra vez. Por ahí corre Dave, el chulo ese del equipo de fútbol que no pierde ocasión para meterse con él. Apuntar. ¡BANG! Su cabeza se desvanece en una nube de sangre y huesos rotos. Ya no le va a putear más Durante un rato Dylan estuvo caminando, mientras los disparos y ráfagas retumbaban en todo el campus. Eran las 12:10. Todo estaba tranquilo; no había nadie a la vista. Nadie que se moviera, por lo menos. Las sirenas de la policía rompieron el silencio desde lejos. Señal de que era hora de terminar la partida. Dylan revisó su escopeta: sólo quedaba un cartucho. Lo que siguió fue un procedimiento sencillo, casi automático. Deslizar el guardamano por última vez. Apuntar debajo de la barbilla. ¡BANG!
