Han pasado años desde aquel día, y sí, aún lo recuerdo con nitidez y el mismo terror sepulcral se apodera de mi, helando mi sangre, llevando mi mente a la locura. Aquella época era invierno y yo los vi sentados en una banca fría del parque, con las manos entrelazadas y las miradas brillando de felicidad. Era aquella una pareja encantadora, de esas que resultan la envidia del resto de los jóvenes. Él era un muchacho universitario, de buen aspecto, excelentes maneras y educación exquisita, y ella... ella era la criatura más dulce y delicada sobre la tierra, y la manera en que el rubor le encendía el rostro al contemplar la mirada amorosa de su novio la hacía lucir más bella aún. Si, eran realmente encantadores. -¡Me encantan tus ojos, Alexander, son tan brillantes como el sol del ocaso!- le dijo en aquella ocasión- ¡Regálamelos! -¡Por supuesto!- exclamó él, sintiendose lleno de una dicha indescriptible- ¡Son tuyos desde siempre! -No, Alexander- replicó ella- de verdad, regálamelos, que no hay nada en este mundo que me haga más feliz que contemplarlos. -Te he dicho ya, son tuyos junto con mi corazón. Y ella se aferró a su pecho sonriendo. Y aquella medianoche,cuando perdida por las calles oscuras de la ciudad me encontré con una Artemisa radiante de felicidad, sentí la sangre helarse en mis venas y un profundo terror me quebró por completo cuando al contemplar sus manos húmedas de sangre encontré en ellas los dorados ojos de Alexander.