Musulmanes transgresores, cosas de Al Andalus

Tema en 'Historia' iniciado por RivasE, 21 Ene 2015.

  1. RivasE

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    [h=2]EL VINO[/h]La sura quinta, versículo 99, del Corán reza:
    «El vino, los juegos de azar y las imágenes son una abominación inventada por Satanás; evitad todo esto si queréis ser fieles».
    La prohibición de las bebidas alcohólicas solo se respetó en al-Andalus cuando no había más remedio. Mientras los cristianos mozárabes coexistieron con los musulmanes no faltaron vides, ni lagares, ni bodegas, ni tabernas (jana). Los alfaquíes (tan aguafiestas siempre) refunfuñaban de que los musulmanes bebieran vino, pero la población no les hacía mucho caso salvo en los periodos en que conseguían el poder coactivo necesario.
    Los musulmanes extranjeros que visitaban España se escandalizaban de la permisividad de las autoridades en lo tocante al consumo de vino. El recurso al vino como metáfora recorre la poesía del emirato, del califato y de los primeros taifas de modo machacón y casi abusivo.
    En la época califal, el vino se consumió en abundancia, como refleja la poesía, que está repleta de himnos y elogios al dorado néctar. Veamos cómo canta la belleza de la amada el príncipe omeya Taliq:
    «El vaso lleno de rojo néctar era, entre sus dedos blancos, como un crepúsculo amanecido encima de una aurora».
    No le faltaba labia al perillán.
    El lector poco avisado que frecuente la poesía andalusí sacará la impresión de que los andalusíes eran unos borrachuzos. Quizá sea un juicio excesivo, pero es evidente que disfrutaron de vino doblemente, por sí mismo y por el placer añadido de transgredir un mandamiento de su religión.
    En época califal, las mejores bodegas estaban en conventos cristianos, extramuros de la ciudad, fuera de la jurisdicción municipal. Los musulmanes acudían a ellos a beber o a comprar los caldos para consumirlos en casa, especialmente el famoso «vino del convento» (jamr al-dayr).
    Los bodegueros mozárabes de Segunda (el mercado estatal a las afueras de Córdoba) abastecían las abundantes tabernas de Córdoba. Algunas estaban regentadas por una tabernera (jammara) más o menos complaciente. Como el sexo va frecuentemente unido al alcohol, el negocio prosperó y los monasterios cristianos ampliaron la gama de sus servicios.
    Los jueces cordobeses eran tolerantes y dictaban sentencias veniales contra el bebedor. Sin salirse de Derecho, alegaban la imprecisión del Profeta en lo referente al castigo del que bebe. Para remediar esa laguna, el califa Abu Bark, un abstemio malhumorado, había decretado que los borrachos recibieran ochenta azotes, pero eso fue en Oriente y en otro tiempo. Desde la perfumada lejanía de los jardines de Córdoba, tamaño castigo parecía bárbaro y excesivo.
    Hubo épocas en que los religiosos aguafiestas daban la tabarra al califa hasta que conseguían que prohibiera el consumo de alcohol. El piadoso Al-Hakam II ordenó arrancar las viñas, pero el pueblo se indignó de tal modo que suspendió el edicto. Con la llegada de los fundamentalistas almorávides y almohades se impuso la ley seca, aunque, naturalmente, los miembros de la clase alta continuaron consumiendo vino en privado.
    Los almohades intentaron suprimir el consumo del vino incluso bajo la forma de zumo de uva (rubb), con el que algunos taberneros expedían lo que, en realidad, era vino. A pesar de las reiteradas prohibiciones, el vino siguió consumiéndose hasta la caída del reino de Granada.

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    Tambien entre los musulmanes había vividores autoinvitados, los eternos gorrones:

    En un entorno tan amable y civilizado fue inevitable que renacieran instituciones tan entrañables como la del parásito o gorrón. En el libro al-Iqd-al-Farid («El collar único»), de Ahmad ibn Abd Rabí (Córdoba, 867-940), leemos:
    «Entre las costumbres censurables se encuentra la de la gorronería, que consiste en apuntarse al convite al que uno no ha sido invitado».
    La primera especie de gorrón, del que todos toman nombre, es el gorrón del banquete de bodas. Uno de estos decía a sus colegas:
    «Cuando uno de vosotros entre a un banquete de bodas, no debe mirar a un lado y a otro dudando; antes bien debe decidir inmediatamente el lugar donde va a sentarse. Si hay en el convite muchos comensales, que pase y no se quede mirando a la gente, para que la familia de la mujer crea que es pariente del novio y este piense que es uno de los invitados de la novia. Si hubiera en la entrada un portero grosero e insolente, comience al punto por él, ordenándole o prohibiéndole algo, sin enfadarse, sino entre buenos consejos y educados modales […]».
    Hay un dicho célebre entre los gorrones:
    «No hay en la tienda madera más noble que la del báculo de Moisés, la del púlpito del califa y la de la mesa del comedor».
    Otro gorrón célebre llevaba grabada en el anillo esta sentencia: «La avaricia es una maldición», lo cual es el colmo de la gorronería.
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    Los musulmanes conocian como nosotros distantas clases de amor, el amor sexual y el amor "udrí" o amor platónico pero en ambos casos lo llevaban al extremo.
    «Aunque estaba dispuesta a entregarse, me abstuve de ella, y no caí en la tentación que me ofrecía Satanás […] que no soy yo como las bestias sueltas que toman los jardines como pasto».
    No son los versos de un perturbado. Se trata de un celebrado poema de Ahmed ibn Farach, poeta de Jaén, en el que contemplamos la más acabada enunciación del amor udrí, un amor desprovisto de sexo, un amor contemplativo, puramente platónico, «que se goza en una morbosa perpetuación del deseo», evitadora del fracaso de la realización (García Gómez).
    En algunos periodos de la historia de al-Andalus, la mujer goza de considerable libertad y estima social, una situación mucho más halagüeña que la de la mujer en los países árabes actuales. Esto se debe por una parte a la influencia del componente hispano-romano, base de la población, y, por otra, a las pervivencias matriarcales de los pueblos bereberes, muy recientemente islamizados, que constituían el grueso de los invasores.
    De algunos textos se deduce que las musulmanas españolas eran casi tan libres como nuestras compatriotas actuales: callejeaban, se paraban a hablar con sus conocidos e incluso se citaban con ellos; escuchaban los piropos de los viandantes (¡y los contestaban!) y hasta se reunían en lugares públicos de la ciudad. Ésta fue más bien la excepción que la regla y se aplicó a mujeres de clase superior que por cuestión de herencia o linaje habían alcanzado independencia económica.
    La famosa Wallada, poetisa y mujer de mundo, mantuvo sucesivos amantes de uno y otro sexo. Wallada era admirable «por su presencia de espíritu, pureza de lenguaje, apasionado sentir y decir ingenioso y discreto», pero «no poseía la honestidad apropiada a su elevada alcurnia» y era dada «al desenfado y a la ostentación de placeres». Su poesía resultaba femenilmente delicada, pero cuando descendía a terrenos más prosaicos no tenía pelos en la lengua. Lo demuestran las invectivas que dirigió contra uno de sus amantes, el poeta Ibn Zaydun, al que apostrofa de «sodomita activo y pasivo, rufián, cornudo, ladrón y eunuco que se prenda de los paquetes de los pantalones»

    Conocian decenas de recetas para evitar el embarazo y otras tantas para provocarlo, algunas excesivamente fantásticas.
    En todos los zocos de perfumistas se venden afrodisíacos. Ofrecemos gustosamente al lector la fórmula de alguno de ellos: mézclense almendra, avellana, piñones, sésamo, jengibre, pimienta y peonia, májese en un mortero hasta que resulte una fina pasta que se ligará luego con vino dulce. El jarabe resultante se debe ingerir al menos una hora antes del proyectado coito.
    Otra receta menos complicada:
    «El que se sienta débil para hacer el amor que se beba, antes de encamarse, un vaso de miel espesa y que se coma veinte almendras y cien piñones, observando esta dieta tres días».

    Sin embargo algunos tratadistas despues de exponer sus recetas vienen a decir mas o menos "y hará efecto si Alah quiere"

    Tambien conocian estimulantes para el placer femenino. Sabemos que entre ellos estaban los párpados de cabra a los que se dejaba secar rodeando una caña del diámetro del miembro viril. Una vez seco el párpado se colocaba en el pene con el objeto de que las recias pestañas friccionaran el clítoris durante el coito.

    Fuente: "Califas, guerreros, esclavas, eunucos..." de Juan Eslava Galan.