La Revolución Libertaria de Rallo (I): Problemas de Fundamentación

Tema en 'Debates' iniciado por AxLogan, 16 Abr 2014.

  1. AxLogan

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    No sabía si crear el tema acá o en Expresate, ya que independiente de la crítica y debate entre el autor del libro aquí reseñado y el autor del blog, no considero este un tema de debate. Pero bueno, si no es de acá, por favor mover, gracias.



    Uno de los libros sin duda llamados a convertirse en uno de los más polémicos y comentados de este año es el último libro de Juan Ramón Rallo que ha publicado la editorial Deusto, titulado “Una revolución liberal para España”. Este libro ha merecido elogiosas críticas (por ejemplo aquí y aquí). Lejos de mi ánimo por completo el quitarles la razón. No obstante, yo sí quiero hacer una serie de consideraciones y valoraciones críticas sobre el mismo, y a ello dedicaré tres entradas en mi blog. En esta primera, analizaremos los problemas de fundamentación que el libro presenta (y que se corresponden, fundamentalmente con la primera parte del libro y en especial con su primer capítulo); y en las dos siguientes abordaremos algunos de los problemas que presenta el modelo liberal que Rallo propone para España (y en general, para cualquier país). Comentar todo el libro sería una tarea demasiado ardua y falta de interés (al fin y al cabo, ahí está el libro, que recomiendo adquirir y leer a todo el mundo), con lo que en esta entrada y las siguientes me voy a limitar a los principales desacuerdos que tengo con el libro y el autor.


    <<El Estado es coacción, violencia. La inmensa mayoría de la gente se opone de manera instintiva al ejercicio de la violencia pero, paradójicamente, aprueba sin reservas la existencia del Estado>> (pag. 17). Con esta lapidaria afirmación se abre el primer capítulo del libro, el que se dedica a los fundamentos de filosofía social y política en los que se pretende basar Rallo para sostener su modelo posterior. Para mí este es un capítulo especialmente importante, porque la fundamentación del modelo en su conjunto depende de asentar las bases fundamentales aquí. Y mi conclusión, como veremos, es que el autor no lo consigue.


    Aceptemos por un momento que Rallo tiene razón en esa afirmación, no vamos a poner en duda el carácter violento y coactivo del Estado. Ahora bien, ¿es eso suficiente para adscribirse al modelo que Rallo nos propone? Si esto fuese así, el resto del libro sería prácticamente irrelevante, luego debemos aceptar que esto no es necesariamente así. Deben existir unos motivos en positivo por los cuales el modelo libertario propuesto esté mejor fundamentado que el actual marco de violencia estatal bajo el que vivimos.





    El Problema de las Normas


    Nos dice Rallo:


    <<Pero si rechazamos el uso ofensivo de la violencia incluso cuando sea obra del Estado, entonces deberemos plantearnos cuáles son los principios normativos por los que debe regirse una sociedad que desee minimizar la violencia y los conflictos entre sus miembros; esto es, deberemos plantearnos cuáles son las normas que permiten la cooperación pacífica, voluntaria y mutuamente beneficiosa dentro de una sociedad y a las que deben someterse todos… incluido el Estado. En este sentido, toda norma puede reducirse o a una prohibición o a una obligación sobre recursos materiales o sobre las acciones de las personas. Por consiguiente, la pregunta a efectuarnos: ¿qué prohibiciones u obligaciones universales permiten minimizar los conflictos que puedan emerger en relación con los recursos materiales o con las acciones de las personas?>> (pag. 18).


    Más adelante veremos cuales son los fundamentos que entiende Rallo que son los esenciales para justificar su modelo, pero respecto de esta afirmación es preciso hacer una serie de consideraciones fundamentales.


    La primera de las salvedades fundamentales es que el concepto de norma es un concepto polémico. Una norma puede ser entendida como “el sentido objetivo de un acto mediante el cual se ordena, prohíbe o permite y, especialmente, se autoriza una conducta”, como “una expectativa de comportamiento estabilizada contrafácticamente”, como “un imperativo”, como “un modelo de comportamiento que o se realiza o, en caso de que no se realice, tiene como consecuencia una reacción social”, como “una expresión de una determinada forma”, o como “una regla social”, por mencionar solamente algunas de estas caracterizaciones (que corresponden, respectivamente, a las obras de Kelsen, Luhmann, Austin, Geiger, Wroblewski y Hart). No expresar cual es el sentido en que manejamos la noción de norma no solamente resulta confuso, sino que además impide saber muy bien de que estamos hablando exactamente.


    Sea como sea, parece ser que Rallo se está refiriendo a la idea de la norma como la expresada mediante enunciados deónticos (de ahí su mención a las prohibiciones y obligaciones). Pero si esto es así, olvida tal vez en la categoría uno de los enunciados deónticos más fundamentales: el que hace referencia al permiso. Es importante entender que no todas las normas hacen referencia a una prohibición o a una obligación y no son por ejemplo del tipo “no se puede matar” o “se debe realizar tal trabajo”. De hecho, la mayoría de las normas no tienen esa forma, sino la del permiso: “se puede hacer X”, lo que indica no solamente que el comportamiento X no solamente no está prohibido, sino también que no es obligado. Es decir, faculta al actor para elegir llevar a cabo la acción X o para no llevarla a cabo. Esa idea, la de la norma permisiva, está totalmente fuera del esquema de norma que Rallo nos ofrece.


    La segunda consideración que hay que hacer respecto de la propuesta de Rallo sobre la norma es que no parece dejar lugar a dudas: existe una solución (y solamente una) válida para cada caso de conflicto, con validez universal y con carácter perfecto (o al menos, cuasi perfecto). Tal como Rallo presenta su pregunta, ese “set de normas” es posible, un “set de normas” que no entre en contradicción consigo mismo, y cuyo principio organizador sea la solución de conflictos. Tal vez sea éste el gran drama de toda la teoría libertaria, que parece incapaz de separarse, de una vez y para siempre, de esta concepción positivista de la norma.


    Lo primero que hay que entender para comprender adecuadamente el problema es que no existe solamente una clase de normas, sino dos: reglas y principios. Mientras que las reglas solamente admiten dos posibilidades (cumplimiento e incumplimiento), los principios son “mandatos de optimización”, es decir que “ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible, dentro de las posibilidades jurídicas y reales existentes” (Alexy, 2012a). Lo segundo es que en todo orden jurídico es imposible evitar el conflicto entre reglas, entre principios, y entre principios y reglas, y por lo tanto es imposible una solución normativa perfecta que suponga por sí misma la reducción y resolución de conflictos.





    ¿Dos Principios de Justicia?


    Otra de las ideas cuestionables de la fundamentación presentada por Rallo es el modo en que plantea la teoría de la justicia que lo sustenta. Rallo, siguiendo a Jasay, nos presenta la siguiente afirmación contundente:


    <<Históricamente ha habido dos grandes sistemas normativos universales que han configurado los principios de justicia por los que se puede regir una sociedad: el principio socialista ‘de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades’ y el principio liberal ‘a cada uno lo suyo (suum cuique)’.>> (pag. 19)


    El autor nos presenta estos dos grandes proyectos de justicia de la siguiente manera: como universales, como incompatibles entre sí, y como presupuesto necesario sobre el que organizar una sociedad. La preocupación fundamental aquí es demostrar que toda sociedad se construiría sobre uno u otro principio de justicia (puesto que, en su visión, son necesariamente incompatibles no pueden articularse ambos simultáneamente), puesto que la justicia es el valor político fundamental. La lógica viene a ser la siguiente: hay que formular un sistema de “normas” (realmente, de reglas) por el cuál se cumpla y respete el principio fundamental de justicia, un principio fundamental de justicia que, a su vez, es eficiente en términos de generación de riqueza.


    La idea de Rallo sobre la justicia no es nueva. Se basa en Jasay, pero es claramente anterior, hasta el punto que puede perfectamente retrotraerse hasta Hume. Hume es claramente el primer autor en afirmar que la justicia consiste en la distribución de bienes con arreglo a una serie de normas (fundamentalmente la propiedad y los contratos). No obstante, antes de abordar la teoría de la justicia que pretende Rallo que sustente su esquema, debemos analizar críticamente una serie de cuestiones.


    La primera de ellas es la siguiente: ¿son universales, incompatibles y exhaustivos los dos principios de justicia que Rallo nos presenta?. En un primer vistazo, y superficialmente, parece que sí. Obviamente, si la justicia es distribuir bienes conforme a unas reglas únicas y universales, parece claro que distribuirlos conforme a los derechos y distribuirlos conforme a las utilidades son criterios universalizables e incompatibles.


    Incluso si admitimos que la justicia consiste exclusivamente en un criterio para distribuir bienes, ¿está justificado aplicar exactamente el mismo criterio para cualquier clase de bien de que se trate? Michael Walzer, por ejemplo, parece dudarlo (Walzer, 1983). Walzer acepta que la justicia consiste en una distribución de bienes entendido en sentido amplio, pero obviamente comprende que no todos esos bienes se tienen que repartir siguiendo exactamente el mismo criterio en todos y cada uno de ellos. Walzer identifica lo que llama unas “esferas de justicia” diferenciadas, cada una con un criterio de reparto diferente. La lógica de ello es muy clara, y es que como señala Campbell al exponer las ideas de Walzer:


    <<Walzer sostiene que la tendencia a erigir un solo conjunto de principios de justicia abarcadores y unitarios, refuerza la práctica -política y moralmente desafortunada- de acumular las desigualdades que podrían resultar legítimas en relación con la distribución de especies particulares de bienes. Al insistir en el presupuesto según el cual las buenas razones para que existan desigualdades en una esfera son también buenas razones para las desigualdades en todas las esferas, las distribuciones resultantes de riqueza, poder político y oportunidades educativas, por ejemplo, tienden a concentrarse en torno a los mismos individuos y grupos. Esto produce el fenómeno de la “dominación” en el que algunas personas están sometidas a la voluntad de otras en todos los aspectos significativos de la vida. Tal dominación es un mal que se puede eliminar haciendo que las diferentes esferas sean autónomas, de manera que en cada sociedad habrá una variedad de desigualdades características de diferentes esferas, un estado de cosas que Walzer describe como igualdad compleja.>> (Campbell, 2002, p. 53 y 54)


    Es posible que Michael Walzer no tenga razón con respecto a su teoría de las “esferas de justicia”, pero el hecho de que Rallo no aborde la posibilidad de que no necesariamente los mismos criterios de justicia deban ser tenidos en cuenta en la totalidad de los ámbitos, sino que asuma que una sociedad debe asentarse única y exclusivamente sobre unos principios de justicia absolutos sin la debida fundamentación crítica sirve, cuanto menos, para poner en cuestión la contundencia de su análisis fundamental.


    Pero, ¿es la de las posibles “esferas de justicia” la única dificultad para el modo de presentar la justicia que Rallo ignora en su exposición? Lo cierto es que no. El autor intenta, desde la “racionalidad instrumental” (Horkheimer, 2010) que pretende asumir los fines humanos como “dados”, proceder a analizar racionalmente la necesaria priorización de uno de los dos principios de justicia (el que llama “liberal”) sobre el otro (al que llama “socialista”). Pero, ¿es posible llevar a cabo dicha comparación “racional”? Veamos la siguiente afirmación que presenta Alasdair MacIntyre al tratar de la cuestión de la justicia:


    <<Además, ocurre que no sólo A y B mantienen principios que producen conclusiones prácticas incompatibles; además los conceptos con los que cada uno formula su pretensión son tan diferentes entre sí, que la cuestión de cómo y dónde puede situarse el debate racional entre ellos comienza a ponerse difícil. A aspira a fundamentar la noción de justicia en cierta interpretación de cómo una persona dada, en virtud de ciertos derechos, es dueña de lo que ha adquirido y posee; B aspira a fundamentar la noción de justicia en una interpretación de la igualdad de derechos de toda persona en cuanto a las necesidades básicas y a los medios de para satisfacer tales necesidades. Ante una propiedad o un recurso concretos, A pretenderá que es legítimamente suyo porque lo ha adquirido lícitamente y lo posee; B pretenderá que en justicia debe ser de otro que lo necesita más y no lo tiene, y cuyas necesidades básicas no están satisfechas. Nuestra cultura pluralista no posee ningún criterio racional ni método alguno para contrapesar y decidir a favor de las pretensiones basadas en el legítimo derecho o de las basadas en la necesidad. Por tanto, estos dos tipos de pretensión, como he apuntado, son inconmensurables, y la metáfora del “contrapesar” pretensiones morales no sólo es inapropiada, sino equívoca.>> (MacIntyre, 2013, p. 302)


    Si nos fijamos atentamente, veremos que la concepción de la justicia mantenida por A es muy similar (si no idéntica) a la que Rallo presenta en su libro como “principio de justicia liberal”, mientras que la posición mantenida por B hace referencia a lo que se nos transmite como “principio de justicia socialista”. Un poco más en el fondo filosófico, mientras que A representa en el plano cotidiano la teoría de la justicia de Nozick, B hace lo propio con la de Rawls. Pero si la tesis de MacIntyre es correcta, y hay buenas razones para pensar que al menos en cierta medida lo es, el lenguaje moral de la modernidad convierte en absolutamente inconmensurables las pretensiones de justicia de uno y otro. Aislados de la historicidad, y por lo tanto nociones como la de mérito (que implican que la concepción sustancial de la justicia no puede ser construida en abstracto, sino con referencia a personas reales, y por lo tanto perdiendo su universalidad), y basados solamente en una racionalidad que presenta como dados los fines y sin sometimiento a un escrutinio racional posterior, encontramos que no existe criterio racional alguno para preferir la noción de justicia “liberal” sobre la “socialista”, ni tampoco a la inversa.


    ¿Significa eso que debemos abandonar toda pretensión sobre la universalidad de la justicia? En absoluto. Hasta el momento, las dos vías más exitosas en esta línea son las representadas por la ética del discurso (Apel, 1991; Habermas, 2010; Alexy, 2012b; Hoppe, 2013) o por la tradición clásica del derecho natural (Finnis 2011; MacIntyre, 2008; Long 1994). Existen incluso intentos de síntesis entre ambas tradiciones (Van Dun 2004; ídem, 2009). Sin embargo, el análisis de Rallo no las toma siquiera en consideración, pues prefiere utilizar el criterio de la racionalidad instrumental (y, por lo tanto, criterios de utilidad subjetiva) para fundamentar una pretensión universal de justicia, como veremos a continuación.


    Existe un tercer problema fundamental en el modo en que Rallo presenta su conceptualización de los principios de justicia, y que cobrará especial interés para entender cuales son los objetivos últimos del proyecto del libro. Esa cuestión, muy frecuente en el pensamiento moderno, es expuesta claramente por Campbell cuando afirma:


    <<Cuando se unen a la premisa ahora más o menos generalizada de que la justicia es el valor fundamental de las instituciones sociales sólidas, las concepciones de la justicia compiten por la supremacía ideológica en un modo que distorsiona más que clarifica las características distintivas de las consideraciones de justicia relevantes. Si la justicia se define como el valor político prioritario, entonces cualquier cosa que se adopte como una prioridad política es automáticamente consagrada con el título de justicia.>> (Campbell, 2002, p. 25)


    Más adelante demostraremos como, en realidad y al margen del discurso inicial, Rallo no solamente no concede un lugar prioritario a la justicia sino que en realidad le concede un papel casi irrelevante a su principio de justicia en el modelo que propone. No obstante su problemático discurso lleva a un severo riesgo. Y es que, como continúa Campbell:


    <<La prioridad de la justicia se ha convertido en una premisa filosófica tan extendida que muchos teóricos tienen la impresión de que se trata de una verdad analítica, pero esto es claramente erróneo. Si la “justicia” se define como el patrón general que determina qué es correcto socialmente, entonces lógicamente ningún otro valor puede ser anterior a la justicia dado que todos los valores relevantes quedarían subsumidos bajo su espectro de influencia. Pero si la justicia es algo menos que la suma o el equilibrio adecuado de todos los valores sociales, su prioridad no puede presuponerse sin más, ni siquiera en cuestiones distributivas. Los juicios acerca de la prioridad de un valor son opiniones morales sustantivas y la prioridad de la justicia como un valor particular, una vez que lo hemos visto a la luz del día, puede ser objeto de grandes dudas.


    Es posible definir arbitrariamente la justicia como el valor social fundamental y luego pasar a llenar su contenido con todo aquello que se piensa que es de la mayor importancia en la distribución social, y tal vez también en el conjunto de cargas y beneficios. Pero esta perspectiva dogmática tiene el efecto de socavar nuestros esfuerzos de clarificación conceptual al eliminar los límites impuestos por la lógica informal del lenguaje de la justicia en el debate político real, transformado de este modo en algo peligrosamente engañoso cualquier apelación ulterior a nuestras “intuiciones” sobre lo que pensamos que es “justo” o “injusto”, dado que tales intuiciones están enraizadas en nuestros conceptos operativos antes que en nuestros conceptos normativos estipulativos.>> (Campbell, 2002, p. 26)


    Dicho de otro modo. Una vez que hemos pretendido convertir la justicia en el principio político fundamental (y Rallo, al menos discursivamente, lo hace) y una vez que hemos separado el discurso de la justicia de la realidad política concreta en la historia presentándo nuestra pretensión como “verdad analítica” (y, en cierto modo, también el autor lo hace), hemos abierto de par en par las puertas hacia la arbitrariedad ideológica como contenido sustantivo de la justicia (que en efecto, como veremos, es lo que Rallo hace).





    Justicia “Socialista” y Justicia “Liberal”


    Rallo critica así (como hemos dicho, haciendo uso de la razón instrumental) el principio de justicia que califica de socialista:


    <<¿Qué sucede si dos o más personas necesitan utilizar un mismo recurso escaso? Una opción sería que la necesidad más valiosa prevaleciese sobre el resto, pero eso nos conduce al siguiente problema: no existe ningún mecanismo para transmitir y comparar adecuadamente la información relativa a la intensidad de las necesidades de cada persona. ¿Qué ocurre si dos individuos afirman que su necesidad es más importante que la del otro? Pues que una tercera parte debería decidir con base a su muy arbitrario juicio y percepción de la situación. Pero, en tal caso, todo el mundo desarrollaría unos incentivos fuertemente perversos para tratar de engañar a los demás: los individuos revelarían unas necesidades personales exageradas y unas capacidades propias muy reducidas; es decir, todos desarrollarían incentivos para tratar de aportar lo mínimo posible a la sociedad recibiendo lo máximo posible de ella.>> (pág. 19)


    A primera vista, el argumento parece ser sólido. Pero, ¿lo es de verdad? Mi tesis es que una vez que hemos comprobado los presupuestos epistemológicos y antropológicos que laten tras la idea, deja de ser tan sólido. Para mantener esa posición, Rallo necesita dar por supuestos dos elementos en la “naturaleza humana” que son harto problemáticos:


    1) Que no existe ningún criterio racional para decidir sobre fines en general y sobre necesidades en particular (razón instrumental).


    2) Que en el ser humano late una necesidad antropológica por engañar, falsear y aprovecharse de los demás (concepción hobbesiana del ser humano y de la racionalidad práctica).


    Respecto de la primera cuestión, no es tan obvio que no exista ningún criterio racional conforme al que analizar los diferentes fines y las necesidades humanas. La concepción de la razón instrumental es profundamente limitada y empobrecedora de las verdaderas y auténticas capacidades de la razón humana para alcanzar un conocimiento sobre los fines. El peligro intelectual de esta concepción fue muy bien expuesto por el autor de la Escuela de Frankfurt, Max Horkheimer:


    <<De acuerdo con estas teorías el pensamiento está al servicio de cualquier empeño particular, sea bueno o malo. Es un instrumento para todas las empresas de la sociedad, pero no le es dado intentar determinar las estructuras de la vida social e individual, que deben ser determinadas por otras fuerzas. En los debates tanto científicos como no especializados se ha llegado hasta el punto de considerar la razón, por lo común, como una capacidad intelectual de coordinación, cuya efectividad puede ser aumentada mediante el uso metódico y la exclusión de factores no intelectuales, como las emociones conscientes o inconscientes. La razón nunca ha dirigido realmente la realidad social, pero hoy ha sido tan depurada de toda tendencia o inclinación específica, que ha renunciado incluso a la tarea de enjuiciar acciones y modos de vida de los seres humanos. Tales cosas han sido dejadas por la razón a la sanción definitiva de los intereses en pugna, a merced de los que parece estar hoy nuestro mundo.>> (Horkheimer, 2010, p. 49 y 50)


    El intento de Rallo de sugerir, por ejemplo, que resulta tan inconmensurable para la razón humana la necesidad de un hambriento por comer y la necesidad de un yupi por comprarse un Ferrari podría resultar incluso irritante. Porque esa es la conclusión a la que lleva el plantemiento del autor, incluso aunque no sea ese su deseo expreso. Esto es así porque, si todos los fines (y necesidades) son necesariamente inconmensurables entre sí, como Rallo pretende, entonces la razón humana queda limitada a ser una racionalidad instrumental (una “razón tecnológica”) que se limita exclusivamente a elegir medios para conseguir fines, pero cuya deseabilidad sobre los fines le resulta extraña.


    Si a esa racionalidad instrumental le unimos, como está supuesto en el modelo de Rallo, que realmente los seres humanos son una suerte de egoístas patológicos siguiendo sus propios instintos de engaño y haciendo uso de los incentivos que el sistema pone para ello, entonces entramos de lleno en la idea de racionalidad práctica hobbesiana, que muy bien expone Robert Alexy:


    <<Representantes de la concepción hobbesiana como Buchanan y Gauthier han ampliado la idea weberiana de la racionalidad instrumental al concepto de maximización de la utilidad individual [...] dentro de las teorías modernas de la elección racional y de la negociación racional>> (Alexy, 2008, p. 134).


    Esto es importante porque, al margen del reduccionismo que supone sobre el actuar humano, predetermina una cuestión clave, y es la incapacidad, nuevamente, de analizar racionalmente los fines. Como desarrolla en una nota a pie de página Alexy en esa misma página:


    <<La idea de la racionalidad instrumental se convierte en una concepción independiente de la racionalidad sólo cuando es vinculada con la tesis no cognitivista según la cual la elección de los fines, como así también la ponderación entre fines y medios, consecuencias secundarias y fines en competencia depende, en última instancia, de preferencias subjetivas que no pueden ser fundamentadas racionalmente.>> (Alexy, 2008, p. 134)


    Pero si es cierta la suposición que hace Rallo en favor de la racionalidad instrumental y la racionalidad práctica hobbesiana para criticar el principio de justicia “socialista”, ¿cómo puede entonces pretender, fuera de un simple juicio subjetivo, que su principio de justicia “liberal” es claramente preferible? Lo cierto es que, en principio, parecería imposible. La respuesta es: por la utilidad para el crecimiento económico. Pero entonces, ya tenemos (como era de esperar) un criterio que es superior al de la justicia en el esquema de Rallo. Lo analizaremos después, pero ahora veamos como defiende su principio de justicia “liberal”. Señala Rallo:


    <<El ideal de justicia liberal parte de la base de que los recursos externos son “apropiables”: el dueño se reserva un derecho de control absoluto y prioritario sobre su propiedad, pudiendo evitar que el resto de individuos la utilicen. Ahora bien, ¿cómo se convierte alguien en propietario? El principio general es el de finders, keepers (quien lo encuentra se lo queda): aquellos bienes que no tienen un dueño pueden pasar bajo dominio de quien los encuentre, los reclame y comience a utilizarlos, ya que nadie sale perjudicado por ello (si nadie había utilizado previamente un determinado bien, que alguien le dé un uso y se lo quede no perjudica por definición a nadie). Después de que un individuo se ha apropiado de un bien, éste ya puede donarse, intercambiarse o legarse a otras personas: en definitiva, su propiedad ya puede transferirse.


    Llegamos así a la segunda pata de los principios liberales de justicia: pacta sunt servanda, esto es, los contratos voluntarios obligan a las partes. Precisamente porque los contratos permiten modular derechos y obligaciones individuales, se convierten en los instrumentos apropiados para transferir títulos de propiedad y también para asumir obligaciones personales; es decir, para reordenar la disponibilidad social sobre los recursos escasos, incluyendo los servicios prestados por terceros.


    Si nos fijamos, el ideal de justicia liberal -el suum cuique- evita la aparición de conflictos sobre la utilización de recursos escasos delimitando una jerarquía de legitimidad sobre su uso: la disponibilidad de los bienes queda perfectamente asignada a través de los títulos de propiedad y de los contratos, es decir a través de los principios de finders, keepers y de pacta sunt servanda.>> (pág. 20)


    Dejando de lado el triunfalismo mostrado por Rallo ante su principio de justicia liberal con la idea de que ha encontrado un mecanismo para una “perfecta asignación” y para “evitar la aparición de conflictos” debemos plantearnos una serie de cuestiones relativas al modelo.


    1) ¿Realmente la apropiación puede decirse que no perjudica a nadie? Lo cierto es que esa idea no es tan clara como Rallo pretende transmitirnos, ni siquiera entre los propios liberales/libertarios. En primer lugar, Rallo asume “como dado” que lo que es originalmente apropiado por uno es legítimo porque antes “no era de nadie”. Incluso entre los partidarios de la idea de la propiedad como apropiación, muchos han sostenido que inicialmente esos bienes apropiados no es que no fuesen de nadie, sino que eran de todos (Locke, 1689-1690; Paine, 1797; Jefferson, 1789; George, 1879; Carson, 2004; Mises, 2009; Lefevre, 2013). Si estos autores tienen razón en su postulado, y nuevamente existen bastantes buenas razones (tanto desde una perspectiva teológica como histórica y antropológica) para pensar que es así, entonces la idea de que el primero que se apropia de un bien a efectos privativos no daña a nadie es más que cuestionable. De hecho, puede que no dañase a nadie en concreto (puesto que la propiedad es común) pero es obvio que causaría un daño general. Un daño que, conforme a la teoría libertaria de la que Rallo es, en teoría, defensor, debería ser reparado (Arthur, 1987).


    2) ¿Realmente los títulos de propiedad realmente existentes responden al criterio de “justa propiedad” que establece Rallo? Nuevamente, parece que no. Para que con arreglo a este criterio (incluso suponiendo que efectivamente los bienes apropiados originalmente para uso privativo no fuesen de nadie) un derecho de propiedad concreto tuviese la categoría de “derecho justo” debería poder retrotraerse hacia atrás en el tiempo por la vía única de trasferencias voluntarias hasta el origen, es decir hasta la apropiación originaria. La realidad histórica es que tal cuestión no solamente es imposible, sino que además, así presentada, enmascara todos los actos de violencia pretéritos usados para controlar tanto las tierras y recursos materiales como los bienes de capital, tanto por parte de gobernantes como de bandidos privados. De hecho, como muy bien ha mostrado Charles Tilly, el origen del Estado moderno es precisamente la colusión y el pillaje (tanto sobre los súbditos propios como sobre los extranjeros) con lo cuál hoy en día, en sociedades que todas ellas han pasado por el control del Estado sobre los recursos y sobre siglos de saqueos constantes, ningún título de propiedad ni sobre recursos naturales ni sobre bienes producidos de manera derivada cumpliría el requisito de la “propiedad justa” tal como la entiende el principio de justicia “liberal” presentado por Rallo.


    3) ¿Realmente existe, como pretende Rallo, un deber real de cumplir los contratos voluntarios? En el pasado me he expresado tanto sobre la idea del consentimiento en los contratos (Casas, 2014) como sobre los otros elementos esenciales de un contrato (aquí) con el fin de señalar, tanto el sentido relevante del consentimiento contractual como el carácter necesario aunque no suficiente para considerar como vinculante (y por lo tanto como válido) tal acuerdo. Ahora solamente quiero destacar una idea adicional y es que no está, ni mucho menos, tan claro que un contrato (especialmente en los casos que no versan sobre transferencia de cosas, pero no solamente) incluso aunque cumpla con todos esos requisitos sea necesariamente vinculante (Vallentyne, 2006; Barnett, 1986; Finnis, 2011; Van Dun, 2003). Y es que, un contrato manifiestamente injusto, deja de ser vinculante.


    4) ¿Es, al menos, el famoso suum cuique, un principio de justicia liberal y subjetivista, tal como Rallo lo entiende? Pues no, tampoco ese punto está tan claro como pretende transmitirnos el autor del libro. Ese principio de justicia está presente, por ejemplo, en la obra del jurista clásico romano, Domicio Ulpiano. Ulpiano define la justicia del siguiente modo: “Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi” (la justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho). Pero es que como autores ya han señalado (Villey, 1976; D’Ors, 1955; Domingo, 1991; Megías, 2003) no es posible hablar de un sentido subjetivo (mucho menos aún “subjetivista”) en el derecho romano clásico en el que tiene su sentido la noción del suum cuique que Rallo pretende hacernos pasar como “principio de justicia liberal”.


    La pretensión del apropiamiento del concepto clásico de justicia, una falta de fundamentación suficiente de la obligatoriedad de los contratos, así como los problemas tanto teóricos como históricos que encuentran los derechos de propiedad tal como son mantenidos por Rallo ponen en muy serias dudas la fundamentación que la propia teoría de la justicia mantenida por el autor tiene.
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    #1 AxLogan, 16 Abr 2014
    Última edición: 16 Abr 2014
  2. AxLogan

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    La Supuesta Irracionalidad del Votante


    Uno de los objetos de crítica por parte de Rallo es el ciudadano como votante, con la pretensión de que eso invalide el sistema democrático como modo de adopción de decisiones. ¿Cuáles son los problemas que detecta Rallo?. Hay que leer cuidadosamente el siguiente fragmento:


    <<Existen entramados institucionales más proclives que otros a limitar la arbitrariedad del poder político, pero ninguno acaba con los muy perversos incentivos que caracterizan a todo Estado: por lo general, el votante suele ser presa de la propaganda electoral e ideológica de las grandes formaciones partidistas, ya que sus incentivos para informarse sobre la realidad política son ínfimos; es lo que se conoce conoce como el principio de “ignorancia racional” de los votantes: el coste de acceder, indagar y procesar todo el volumen de información asociada a la actualidad política es gigantesco en comparación con la influencia que posee el votante individual sobre el resultado de unas elecciones. Pero es que, además, ni siquiera un votante formado e informado suele ser garantía de un juicio ponderado, imparcial y acertado; es lo que se conoce como el “mito del votante racional”: los intelectuales no son inmunes a los prejuicios y sesgos que padece el hombre de la calle; en ocasiones, algunos de ellos incluso los padecen en una versión más acusada, cayendo en el sectarismo político. En suma: el votante no suele informarse sobre todos y cada uno de los detalles necesarios para votar con fundamento, pero, aunque lo hiciera, será presa de sesgos, prejuicios o lagunas que inevitablemente le conducirán a elegir mal cuando se trata de elegir sobre todo y sobre todos.>> (pag. 23; cursiva mía)


    Antes de exponer ciertos fallos en la concepción sobre el voto que mantiene Rallo vamos a hacer un pequeño juego para demostrar que ese párrafo es sumamente irrelevante. Propongo sustituir las palabras que yo he destacado en cursiva en el párrafo por otras diferentes para ver que la conclusión es básicamente la misma pero a la inversa de la pretendida por el profesor Rallo:


    <<Existen entramados institucionales más proclives que otros a limitar la arbitrariedad del poder económico, pero ninguno acaba con los muy perversos incentivos que caracterizan a todo Mercado: por lo general, el consumidor/inversor suele ser presa de la propaganda comercial/empresarial e ideológica de las grandes formaciones mercantiles, ya que sus incentivos para informarse sobre la realidad económicas son ínfimos; es lo que se conoce conoce como el principio de “ignorancia racional” de los consumidores/inversores: el coste de acceder, indagar y procesar todo el volumen de información asociada a la actualidad económica es gigantesco en comparación con la influencia que posee el consumidor/inversor individual sobre el resultado de un proceso económico. Pero es que, además, ni siquiera un consumidor/inversor formado e informado suele ser garantía de un juicio ponderado, imparcial y acertado; es lo que se conoce como el “mito del consumidor/inversor racional”: los economistas/gestores empresariales no son inmunes a los prejuicios y sesgos que padece el hombre de la calle; en ocasiones, algunos de ellos incluso los padecen en una versión más acusada, cayendo en el sectarismo económico/empresarial. En suma: el consumidor/inversor no suele informarse sobre todos y cada uno de los detalles necesarios para consumir/invertir con fundamento, pero, aunque lo hiciera, será presa de sesgos, prejuicios o lagunas que inevitablemente le conducirán a elegir mal cuando se trata de elegir sobre todo y sobre todos.>>


    Bien, su párrafo contra el Estado y los votantes ha quedado perfectamente convertido en un párrafo contra el mercado, el capitalismo y los agentes económicos individuales y lo cierto es que el contenido apenas (por no decir, en absoluto) se resiente. Luego, una de dos: o el argumento de Rallo es también un argumento perfecto contra la economía capitalista que el defiende, o el argumento de Rallo resulta totalmente irrelevante como crítica contra el Estado y contra los procesos democráticos.


    Pero es que, además, Rallo demuestra un conocimiento no demasiado profundo sobre la realidad explicativa del voto. Él presume, en la lógica del homo economicus, que el votante debe mostrar una racionalidad perfecta a la hora de acudir a un proceso electoral, y el hecho de que no lo demuestre (pues, como indicó Downs, si tal cosa fuese así no iría en ningún caso a votar) demuestra que la acción política y en concreto la acción electoral es arbitraria, sesgada y sin fundamento.


    Existen fundamentalmente tres explicaciones o escuelas para abordar el fenómeno del voto, de la cual la de la elección racional es solamente una de ellas y de carácter relativamente poco importante en términos de la calidad de sus trabajos explicativos del voto. En primer lugar encontramos las ideas sociológicas sobre el voto, fundamentalmente basadas en el modelo de clivajes de Stein y Rokkan relacionadas con el fenómeno de la posición social y el voto. Pero es que en segundo lugar encontramos los hallazgos de los autores de la llamada “Escuela de Michigan” que han estudiado los fenómenos relacionados con los factores psicológicos, de socialización y de transmisión de cultura política en la explicación del acto de votar y en el sentido del voto; cuyo trabajo más importante es obra de Campbell, Converse, Miller y Stokes titulado “The American Voter”. (Anduiza y Bosch, 2004).


    Por otro lado, los partidos políticos modernos (un tema que Rallo omite o desconoce) han ido con el tiempo asumiendo un papel mucho más similar al de los cárteles empresariales que a ningún tipo de formación política de carácter tradicional (Katz y Mair, 2004).


    Todo eso permite cuestionar, y muy seriamente, el supuesto absolutismo tajante entre la bondad del mercado vs. maldad de la democracia que Rallo nos pretende transmitir y creo que no será necesario detenerse más en ello.





    La Concepción del Estado


    Una de las cosas sin duda más llamativas es la incoherencia en la que cae el autor respecto del Estado. Como hemos mencionaddo inicialmente, define el Estado como “coacción, violencia” y dedica la mayor parte de su capítulo inicial a cuestionar la justificación para la violencia misma en el seno de una sociedad. Hemos dicho al inicio que a los efectos de esta cuestión, no vamos a analizar la declaración inicial de Rallo y la vamos a dar por buena. El problema viene cuando él expresa cual resulta ser la verdadera concepción con la que Rallo analiza el Estado: como un prestador de servicios con dos salvedades, que obtiene recursos de manera coactiva (impuestos) y que obliga a aceptar unos servicios que de otro modo no serían queridos por los consumidores. Es decir, Rallo considera al Estado simple y llanamente como un mero productor mafioso monopolístico olvidando por completo factores históricos, psicológicos y hasta religiosos que explican la naturaleza del fenómeno de una forma más adecuada y realista que la del mero productor violento en régimen de monopolio de ciertos bienes y servicios.


    Rallo sostiene que los ciudadanos, sometidos a una violencia aplastante (de ahí su insistencia de forma casi única y exclusiva en el fenómeno tributario y en el porcentaje del gasto público) entiende que solamente aceptan la existencia del Estado por los siguientes motivos:


    1) Porque consideran que les compensa ser súbditos a cambio de los servicios que el Estado presta.


    2) Por razones de eficiencia y “fallos del mercado”, fundamentalmente las externalidades y el fenómeno de los llamados “bienes públicos”.


    3) Razones de equidad.


    No voy a discutir las razones que Rallo presenta para refutar los puntos 1 y 2 porque creo que, aunque pudiese ser añadido algún razonamiento adicional, en términos generales resultan difícilmente cuestionables sus razones. No así con el tercer punto, las razones de “equidad”. El autor agrupa a su vez este tipo de razones en dos (a priori) muy diferentes:


    - La pretensión de que resulta cierto que una sociedad con una distribución más igualitaria de la renta es superior a una sociedad con una distribución más desigualitaria de la renta.


    - La pretensión de garantizar un acceso universal a ciertos servicios básicos que en un mercado libre quedarían fuera del alcance de buena parte de la población.


    Con respecto al primero de los razonamientos en favor de la equidad, referenciando únicamente un trabajo de Michael Huemer, Rallo sostiene lo siguiente:


    “[N]o es verdad que las sociedades más igualitarias sean intrínsecamente preferibles a las más desigualitarias: el ser humano tiene pulsiones que lo aproximan a buscar la igualdad con sus semejantes pero también otras pulsiones que lo impulsan a diferenciarse de ellos, de manera que la igualdad carece per se de valor social intrínseco” (pag. 25)


    En primer lugar, Rallo confunde la defensa de la equidad con el igualitarismo absoluto. Dicho de otro modo, confunde la llamada “igualdad de oportunidades” con el igualitarismo homogeneizador en términos de resultado final en niveles de renta (y posiblemente en otras cuestiones). Esa sinonimia presunta permanece sin justificar en el libro. Cuando los diferentes autores (por ejemplo, el ya mencionado Walzer) hablan de fenómenos como la “igualdad compleja” están haciendo precisamente mención al reconocimiento de esos dos polos: las pulsiones por buscar una igualdad de oportunidades efectiva que permita que cada uno desarrollando sus proyectos de vida se desarrollen diferencias sustanciales entre ellos. A diferencia del proyecto político y económico de Rallo donde la igualdad de las personas parece ser un fenómeno completamente secundario frente a la libertad de inversión de capitales, los proyectos tendentes a la “igualdad compleja” (Walzer, 1983) o a la “libertad real” (Van Parijs, 1995) van orientados a un proyecto de equidad basado en la igualdad dentro de la diferencia, proyectos a los que Rallo no intenta refutar sino colocar en el seno de un igualitarismo casi similar a la concepción soviética lo cual carece de todo sentido argumentativo.


    En segundo lugar, incluso aunque no existiesen razones universales necesarias para preferir sociedades más igualitarias en términos de rentas sobre sociedades más desigualitarias, eso no implica que no existan razones contextuales suficientes para preferir una sociedad más igualitaria sobre una más desigualitaria. Dicho de otro modo: incluso aunque puedan no existir razones intrínsecas para preferir una sociedad igualitaria en términos de riqueza, pueden existir muy buenas razones para preferir una norma X que conduce a una sociedad más igualitaria que la norma alternativa Y, o para preferir vivir en la sociedad de Suecia entre otras cosas por su carácter igualitario frente a hacerlo en Singapur.


    En tercer lugar, como hemos señalado ya anteriormente, es posible que no exista en realidad ningún valor universalmente considerable intrínseco, especialmente cuando hablamos no de una acción individual concreta sino de un marco institucional complejo para una sociedad también compleja. Así pues, eso sería aplicable no solamente al principio de la igualdad de riqueza sino también a la libertad de inversión de capitales, al que Rallo pretende dar valor universal intrínseco.


    En entradas próximas comentaré algunos de los problemas, ya concretos, que encuentro en la propuesta del modelo ideológico y político que Rallo nos presenta en su libro, ahora quería nada más destacar y justificar que su modelo, a mi juicio, se encuentra por lo anteriormente dicho, insuficientemente fundamentado.
    Fuente

    PD: Por si a alguien le interesa: las referencias y la respuesta de Rallo están en la fuente.
     
  3. @RealLibertario

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    y donde se consigue el libro?
     
  4. AxLogan

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